Gespiegelte Fassung der elektronischen Zeitschrift auf dem Publikationsserver der Universität Potsdam, Stand: 20. April 2010
Originalfassung zugänglich unter http://www.hin-online.de

HiN - Internationale Zeitschrift für Humboldt-Studien (ISSN: 1617-5239)

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Segundo E. Moreno Yánez
Christiana Borchart de Moreno

Los Andes ecuatoriales: entre la estética y la ciencia

Las catorce láminas relativas al Ecuador en la obra 
Vues des Cordillères et Monumens des Peuples Indigènes de l’Amérique de Alexander von Humboldt

Resumen

Además de proponer una primera doble síntesis: la de la geografía de las plantas y la crítica al colonialismo, durante su estadía en el territorio de la Audiencia de Quito (actual Ecuador), el “espíritu sensible y contemplativo” de Alexander von Humboldt muestra ya su preocupación por “dar a la naturaleza contornos fijos y todo el rigor de la ciencia” (Cosmos). El presente estudio buscará ofrecer un análisis y poner al día los datos antropológicos, históricos y geográficos sobre las Vues des Cordillères et Monumens des Peuples Indigènes de l’Amérique que se refieren a las comarcas relativas al actual Ecuador. Además del uso de los “Diarios” de Humboldt, recientemente publicados, y de las notas sobre lugares y personajes quiteños (ecuatorianos), se utilizará la bibliografía más reciente para explicar diversos aspectos, por ejemplo, la historia geológica de los volcanes, el valor arqueológico y etnográfico de los “Monumentos de los Pueblos Indígenas” ecuatorianos, todo bajo la percepción científica y estética expresada en Cuadros de la Naturaleza e interpretada bajo la visión universal de su testamento filosófico: Cosmos.
 

* * *

Las montañas, según que estén revestidas de vegetación, o presenten a la vista su estéril desnudez, comunican a la región aspecto atractivo o carácter severo y grandioso.

Esto es lo que me obligó a reunir en un Atlas, vistas de las Cordilleras de Quito y de Méjico, grabadas según mis propios dibujos.

(Alexander von Humboldt: Cosmos: Ensayo de una descripción física del mundo, Madrid, 1875, tom. IV, pág. 215)

En su “Introducción” a la obra cimera Cosmos. Entwurf einer physischen Weltbeschreibung (“Cosmos. Ensayo de una descripción física del mundo”, Madrid, 1874), publicada en Stuttgart entre 1845 y 1858, Alexander von Humboldt (*1769 +1859) explica que una exacta y precisa descripción de los fenómenos naturales no es inconciliable con la pintura viva y animada de los mismos. A la contemplación del mundo corresponden dos géneros de goces:

El uno, propio de la sencillez primitiva de las antiguas edades, nace de la adivinación del orden anunciado por la pacífica sucesión de los cuerpos celestes y el desarrollo progresivo de la organización; el otro resulta del exacto conocimiento de los fenómenos (Humboldt, 1874, I: 2; 2004: 10).

No duda Humboldt que, gracias a la razón, la naturaleza es sometida al pensamiento científico, con lo que aparecen la unidad y la armonía en la diversidad de los fenómenos.

Penetrando en los misterios de la naturaleza, descubriendo sus secretos y dominando, por el trabajo del pensamiento, los materiales recogidos por medio de la observación, es como el hombre puede mostrarse más digno de su propio destino (Humboldt, 1874, I:3; 2004: 10).

Entre sus observaciones estéticas y científicas sobresale la región ecuatorial de América.

Los países próximos al Ecuador –escribe Humboldt (1874, I: 9; 2004: 14)- tienen otra ventaja sobre la cual no se ha llamado la atención hasta aquí suficientemente. Esta es la parte de la superficie de nuestro planeta en que la naturaleza da vida a la mayor variedad de impresiones, en la menor extensión. En las colosales montañas de Cundinamarca, de Quito y el Perú, surcadas por valles profundos, es dable al hombre contemplar, a la vez, todas las familias de plantas y todos los astros del firmamento.

Hemos traído a colación estas citas de Alexander von Humboldt para recalcar que su estadía en las regiones ecuatoriales de América significó para el sabio prusiano el ápice en la fusión de sus experiencias estéticas con los conocimientos científicos, y la primera síntesis entre la explicación de los fenómenos naturales y la comprensión de la condición humana.

El paisaje entre la estética y la ciencia

Toda aprehensión de la naturaleza, como descubrimiento de la realidad, se reduce a la captación de formas simbólicas que pueden ser interpretadas a través de la percepción artística o de la exposición científica. El arte y la ciencia representan los procesos con los que determinamos y clarificamos el mundo exterior, ya que lo subsumimos en percepciones sensibles o bajo nociones científicas (Cassirer, 1971: 214).

No causa admiración, por lo tanto, que Humboldt durante su ascensión al Chimborazo, considerado entonces la cumbre más alta de la Tierra, descubriera como “artista” las formas de la naturaleza y como “científico” las leyes naturales (Humboldt, 2005: 298).

Además de haber sido el Chimborazo, escribe, “el objeto cansino de todas las preguntas que me dirigieron después de mi primer retorno a Europa” (Humboldt, 2005: 298), sus flancos y cúpula se convirtieron en la medida de su “Geografía de las plantas de los países tropicales”: obra sintetizadora de sus propuestas científicas e inspiradora de nuevas ciencias como la Ecología. A ellas se refieren estas aseveraciones escritas por el sabio prusiano:

La penetración en las más importantes leyes de la naturaleza, la más viva descripción de las zonas de vegetación y de las diferencias de clima que determinan los objetos de la agricultura, colocados en estratos uno encima de otros, rara vez pudieron distraer la atención de la cumbre nevada, que en este entonces (antes de las mediciones de Fitz-Roy en la costa meridional de Chile y del viaje de Pentland a Bolivia) todavía se consideraba como el punto culminante de la alargada cadena de los Andes (Humboldt, 2005: 298).

De un conocimiento del territorio a la descripción del paisaje

No es posible esperar amplias descripciones del paisaje, trazadas por los cronistas primitivos de Indias. Sus intereses se orientaban a relatar las hazañas heroicas de los conquistadores y las fáciles ganancias ofrecidas a los voluntariosos expedicionarios. Entre ellas, a la par de las “encomiendas de indios”, tenían importancia las minas y, posteriormente, las aptitudes de la tierra para el desarrollo de la agricultura y ganadería. Para el efecto, era importante ofrecer alguna “descripción” del territorio, lo que aparece en algunos cronistas y, con mayor profundidad en las “Relaciones Geográficas de Indias”. Para el caso ecuatoriano están a disposición las Relaciones Histórico-Geográficas de la Audiencia de Quito (siglo XVI-XIX), transcritas y editadas por Pilar Ponce Leiva (RHGAQ, 1992, 1994), en las que son escasas las “descripciones del paisaje”, pero son frecuentes las “narrativas de la naturaleza” que se refieren a las características geográficas y sociales, las que, de alguna manera, señalan las características identitarias de todo el “país”.

Con las posteriores descripciones del paisaje que Humboldt presenta en sus Vues des Cordillères et Monumens des Peuples Indigènes de l’Amérique (Humboldt, 1816), se podría comparar, como ejemplo precursor, la “visión” del paisaje andino experimentada, hacia 1550, en la “Montaña de Chimbo” (¿Chimborazo?) por Girolamo Benzoni milanese. Cuando alcanzó la cima del camino, recuerda este “hombre del Renacimiento” italiano: “me estuve largo rato mirando y remirando esos extraños y maravillosos lugares y me pareció divisar algo así como una visión de ensueño” (Benzoni, 1967: 59).

Solo cien años después de la conquista española de “El Quito”, el jesuita Cristóbal de Acuña, quien acompañó a la expedición comandada por el portugués Texeira en su retorno de Quito al Pará (1639), escribió una relación que fue editada en Madrid, en 1641, y muy pronto prohibida su circulación ante el temor de que la usaran otras potencias europeas. Un informe más completo fue enviado a la curia generalicia de la Compañía de Jesús, el que lleva este encabezamiento: Relación del Descubrimiento del río de las Amazonas oy Río de San Francisco de Quito y Declaración del Mapa en que está Pintado. Parece que Acuña entregó también en Madrid un mapa junto con la relación. No es una carta geodésica el mapa señalado como “anónimo” en la Biblioteca Nacional de Madrid (ms. 5859). Presenta al río Napo como la fuente del Amazonas. En la parte superior está representado Quito como un caserío en medio de dos cordilleras, cercado por volcanes; su escudo de armas es una evidencia más de su procedencia. En las primeras líneas de la “relación romana” se lee:

La Ciudad de San Fran.co del Quito en los Reinos del Piru no solo famosa por su sitio y por edificada sobre los hombros de muchos montes en la mas alta y dilatada cordillera que corre por todo este nuevo Orbe sobrecejo hermoso de la Ciudad (en: Burgos Guevara, 2005: 129).

La tradición iniciada por Cristóbal de Acuña fue seguida por otros misioneros. Además de Samuel Fritz (1999), especial mención merecen las obras cartográficas del jesuita suizo Juan Magnin, La Condamine y el criollo riobambeño Pedro Vicente Maldonado, a quienes unió profunda amistad y mutua colaboración (Latorre, 1988: 55). En este contexto se debe señalar la enorme importancia concedida en el mapa de Pedro Vicente Maldonado a los volcanes, en detrimento de otros nevados, incluso del Chimborazo, calificado ya por los geodésicos franceses como la “montaña más alta del mundo” (Borchart de Moreno Chr., Moreno Yánez S, 2009). Esta reflexión nos permite, quizás, profundizar en la importancia que posteriores científicos y viajeros, entre ellos Humboldt, dieron a los estudios sobre los volcanes y, consecuentemente, a la muy ecuatoriana “Avenida de los Volcanes” (Moreno Yánez, 2008: 110-137).

En su artículo “El territorio y el paisaje: una declaración de principios”, Alexandra Kennedy Troya (2008: 7) señala que, si bien existen formas de autoconciencia nacional en el Ecuador independiente, “la representación del paisaje fue capital, no así la representación de los héroes, las batallas o la misma Historia, asumida débilmente”. Solo a mediados del siglo XIX, bajo el gobierno de Gabriel García Moreno (1861-1865, 1869-1875) se intentó crear una identidad nacional ecuatoriana. En su formación se ha dado mayor importancia a la construcción de un imaginario nacional basado en el paisaje y no en la historia, la que es ignorada e incluso menospreciada, por denigrar políticamente a sus principales actores (Borchart de Moreno Chr., Moreno Yánez S., 2009). El ecuatoriano se identifica más con su paisaje: los altos Andes, las selvas amazónicas, los ríos y playas de la Costa y las islas Galápagos. Esta unión geográfica territorial configura al Estado ecuatoriano, la que está simbolizada en el “Escudo Nacional”, con la representación de un paisaje donde sobresalen el monte Chimborazo y el río Guayas. Gracias al “paisaje” el Ecuador ha devenido en “país”, pero todavía es, como explican Rafael Quintero y Erika Silva (1991) “una nación en ciernes”. A este propósito , sí es posible aseverar que las obras de Humboldt, quizás indirectamente y gracias a los estudios que generó en otros científicos, influyó en la conformación de un “país ecuatorial”, mas no una “nación ecuatoriana”.

El “Volcán de Cayambe”

(Humboldt, 1816, II: 213-215; 1878: 77-78; 2004: 306-307)

El “Volcán de Cayambe” (Vues des Cordillères et monumens des peuples indigènes de l'Amérique, lámina XLII)
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La visión estética de Alexander von Humboldt le permite aseverar que la figura de un cono truncado del Cayambe “es la más bella y majestuosa cúspide de cuantas rodean cubiertas de nieves perpetuas la ciudad de Quito” (Humboldt, 1878: 77; 2004: 306). A este espectáculo digno de admiración por su “encanto”, se añade el hecho, según Humboldt (1878: 78; 2004: 307), de “que el ecuador atraviesa la cima del Cayambe, que puede considerarse como uno de esos monumentos eternos por medio de los cuales ha señalado la Naturaleza las grandes divisiones del globo terrestre”.

Según el estudio Los peligros volcánicos asociados con el Cayambe (Pablo Samaniego et al. 2004: 13-18), el “volcán compuesto” Cayambe, formado por varias cumbres, entre las que se destaca la cima máxima (5.790 m.snm.); cubre un área de 24 km. en dirección Este-Oeste y 18 km. en dirección Norte-Sur, por lo que constituye uno de los más grandes complejos volcánicos de los Andes ecuatoriales. Característica importante del volcán Cayambe es que no existe un cráter visible, lo cual se explica por el tipo de erupciones: en cada ocasión se abre un nuevo conducto volcánico, el cual al final del ciclo eruptivo es sellado por el nuevo magma que, al enfriarse, forma un nuevo “domo de lava”. Como la tercera altura máxima en el Ecuador, después del Chimborazo (6.267 m.snm.) y el Cotopaxi (5.897 m.snm.), se alza el Cayambe (5.790 m.snm.) sobre la Cordillera Real de los Andes; su cima no se encuentra exactamente bajo la línea ecuatorial sino al lado septentrional: a 00º 1.72’ de latitud Norte y a 77º 59.13’ de longitud Oeste.

El estado actual de los conocimientos en Lingüística Prehistórica no permite asegurar una grafía aborigen de “Cayambe” y menos todavía su significado. Es posible que su nombre autóctono pre-incaico fuese “Cayan-Buru”. En 1786 figura con el nombre “Caiamburo” en el “Diccionario Geográfico-Histórico” de Antonio de Alcedo (1967, I: 195). La terminación “buru”, con algunas variantes, aparece en varios topónimos de la Sierra Norte ecuatoriana. Además del Cayan-Buru, se podrían mencionar el monte Imba-Buru (a), que da el nombre a la provincia de Imbabura; los pequeños cerros Ninan-Buru y Pinan-Buru y el arroyo Chachin-Buru en la región de Perucho, jurisdicción del pueblo San José de Minas; y el lugar Caran-buru que, juntamente con el sitio Oyambaro (¿Oyan-Buru?), en Yaruquí, sirvió de punto extremo para la base de las operaciones trigonométricas efectuadas en el siglo XVIII por los académicos franceses, para medir el arco de meridiano en la zona ecuatorial (Pérez Tamayo, 1960: 234; 251-252; La Condamine, 1986: 15-18). En el Libro I de su Historia Natural del Reino de Quito en la América Meridional (1789), Juan de Velasco (1960, I: 23) explica el origen de la palabra “Imbabura” como un nombre compuesto de “Imba” que significa un pejecillo negro, de figura de bagre, comúnmente conocido con el nombre de “preñadilla”, y de la palabra “bura”, que quiere decir “criadero” o “madre”. ¿Se consideró, alguna vez, al volcán Cayambe como la matriz del grupo étnico “cayan” o “cayambis”, su “pacarina” o lugar mítico de origen y, por lo tanto, su divinidad ancestral? Todavía en los mitos actuales de los indios otavaleños se cuenta que el “Tayta Imbabura” tiene amores no exentos de peleas con su esposa la montaña Cotacachi; mientras, según los indios cayambis, es “la Cayambe” la verdadera esposa del “Tayta Imbabura”, por lo que el cercano cerro Cusín se preocupa de “ocultar” a la Cayambe al vástago de las relaciones adúlteras entre el Imbabura y la Cotacachi: el pequeño monte Yanaurcu, que se eleva sobre los páramos al Norte del Cotacachi (Cfr. Moreno Yánez, 2007: 103-110).

Según Humboldt (1878: 77; 2004: 306), los académicos franceses llamaron a esta montaña colosal “Cayambur”, en lugar de “Cayambe-Urcu”, que sería su verdadero nombre. La voz “Urcu” quiere decir “monte” en lengua quichua, acepción que se complementa, según el Vocabulario de la Lengua General de todo el Peru llamada Lengua Qquichua o del Inca (1608) de González Holguín (1989: 357), con el significado de “macho de los animales”, lo que explicaría la percepción incaica de los montes como generadores pertenecientes al sexo masculino.

Gracias a los estudios del Instituto Geofísico de la Escuela Politécnica Nacional, de Quito (Samaniego et al. 2004: 19-23), se conoce que el complejo volcánico Cayambe está constituido por dos edificios volcánicos sucesivos y un pequeño “cono satélite” ubicado al Oriente. La parte occidental del complejo está constituida por los restos erosionados del antiguo volcán, conocido como “viejo Cayambe”, el que alcanzó una altura de 4.500 m.snm.

El edificio actual del nevado Cayambe es un estrato volcán construido luego de un período de reposo y de erosión, sobre los remanentes orientales del “viejo Cayambe”. Los estudios geológicos han permitido determinar que su actividad se inició, aproximadamente, hace unos 400.000 años. Finalmente, un tercer edificio, que forma la cumbre Oriental (5.487 m.snm.), fue construido hace unos 10.000 años. En su extremo oriental se encuentra un pequeño volcán satélite, denominado el “Cono de la Virgen” (3.882 m.snm.), cuyos flujos de lava fluyeron por el valle del río Huataringo, unos 12 km. hacia el Oriente.

De manera general se puede asegurar que el último período, que se inició hace 1100 años, se caracterizó por el crecimiento y posterior destrucción de domos de lava, la generación de flujos piroclásticos y la producción de lahares asociados a la fusión del casquete glaciar. La última erupción del Cayambe, como lo atestigua el reporte dirigido a Humboldt por José Javier Ascásubi y Matheu (en: Humboldt, 1993: 174-176; 2005: 323-325), se habría producido en la parte oriental del complejo con emisiones de ceniza y habría terminado con un flujo de lava o un lahar: suceso que acaeció el 8 de febrero de 1785, “tercer día de Carnestolendas”, y que fue observado por Ascásubi en su hacienda de Changalá, al Occidente del volcán y junto al pueblo de Cayambe. Desde diciembre del 2002, el volcán Cayambe ha mostrado un incremento en su actividad sísmica y en la emisión de olor a gases sulfurosos. No se puede olvidar que la información geológica ha posibilitado establecer que el Cayambe ha presentado un evento eruptivo cada doscientos años (Samaniego et al., 2004: 61).

La fertilidad del suelo en las cercanías del volcán Cayambe, debida en gran parte a su larga historia eruptiva, ha permitido una ocupación temprana del territorio. Las investigaciones arqueológicas de John S. Athens y Alan J. Osborn, efectuadas en las décadas de 1970 y 1980, descubrieron el complejo habitacional La Chimba, asentado en los declives septentrionales del Cayambe, entre 3.160 y 3.180 m.snm. Las muestras radiocarbónicas permitieron deducir que la ocupación de La Chimba tuvo sus inicios hace 2.650 años; desde entonces el lugar fue continuamente habitado hasta el 1700 ó 1950 antes del presente, y fue un puerto de intercambio con las tierras bajas del Oriente (Athens, 1995: 3-39; Moreno Yánez, 2007: 64-68; 177-182). Otras investigaciones han demostrado la existencia de diferentes formas de uso de las tierras laborables por los pueblos indígenas prehispánicos: se pueden todavía observar restos de “camellones” o surcos, campos elevados, terrazas agrícolas y canales para el regadío (Gondard P, López F, 1983: 145-160; Villalba, 1999: 191-205). Es frecuente en la región la presencia de montículos artificiales o “tolas” y de pirámides truncadas, algunas de ellas con rampas (Moreno Yánez, 1988, 2: 54-58). Todavía en el siglo XVIII, según las observaciones de Jorge Juan y Antonio de Ulloa (1978, I: 625-626), sobre una pequeña elevación inmediata al pueblo de Cayambe (Puntiachil), permanecían en pie las paredes de un edificio circular construido con adobes. Opinan los marinos españoles que este edificio, edificado en el flanco occidental del volcán Cayambe, fue un templo o adoratorio de los naturales de aquella comarca; y ofrecen en la lámina XVI de su Relación Histórica del Viage a la América Meridional (1748) una perspectiva del edificio y de otras construcciones en la región de Cayambe (Moreno Yánez, 1988, 2: 56; 2007: 186). Testimonios de la prolongada defensa aborigen contra la invasión incaica, que terminó con la destrucción de gran parte de la etnia Cayambi, son los complejos de “pucaras” o fortalezas de montaña (Oberem, 1969: 196-205; Plaza Schuller, 1976; Moreno Yánez, 2007: 182-186).

En la segunda mitad del siglo XVII se distingue, en la región interandina inmediata al volcán Cayambe, la coexistencia de estancias, en su mayor parte como propiedades de las órdenes religiosas, con ejidos y tierras de pastos pertenecientes al cabildo de Quito. Ejemplos ilustrativos son las 40 caballerías del “Ejido de la Ciénega” (tres pedazos destinados al pastoreo de ovejas), ubicadas al norte del río de Pesillo y contiguas a Tupigachi; y las 50 caballerías del “Ejido de las Ovejas”, cercanas al pueblo de Cayambe, situadas entre el río Blanco y el río de las Ovejas. Es importante tener en consideración estos particulares para interpretar correctamente la aseveración de Humboldt sobre la altura del volcán Cayambe, calculada por Bouguer y La Condamine, “determinación confirmada por mediciones que yo he tomado en el Ejido de Quito, para observar la marcha de las refracciones terrestres a diferentes horas del día” (Humboldt, 1878: 77).

La vista del volcán Cayambe que aparece en la obra de Humboldt no está diseñada desde el Ejido de la ciudad de Quito, tampoco desde alguno de los ejidos situados en los flancos occidentales del Cayambe. Gracias a una observación minuciosa es posible determinar que el boceto fue dibujado desde la pequeña planicie de la hacienda Guachalá, perteneciente entonces a Ramón Borja y Freyre (Bonifaz, 1970: 343-344), donde actualmente se encuentra una esfera terrestre, como monumento que señala el paso de la línea equinoccial. Desde ese lugar son visibles la cumbre máxima y el “Viejo Cayambe”, más conocido como cerro Yanaurco, los que están representados en la lámina, detrás de los flancos occidentales del cerro de Pambamarca (Cfr. Humboldt, 2005: 99 y 101). En primer plano, delante de la llanura, tres personajes avanzan hacia la montaña: Humboldt, Bonpland y un acompañante indígena vestido con una “cushma” o camiseta; les preceden tres sujetos que descienden ya hacia la planicie, mientras dos personas parece que se acercan a unas viviendas. Estos datos comprobarían que Humboldt y Bonpland siguieron la ruta oriental del camino real que, desde Ibarra y Otavalo, pasaba por Cayambe, Guachalá y Guayllabamba, antes de llegar a Quito: detalle que, desgraciadamente, no se ha conservado en sus Diarios de Viaje.

 

El “Volcán de Pichincha”

(Humboldt, 1816, II: 324; 2004: 367)

El 'Volcán de Pichincha' (Vues des Cordillères et monumens des peuples indigènes de l'Amérique, lámina LXI)"
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En su explicación, Alexander von Humboldt afirma que la lámina LXI de Vues des Cordillères… representa al “Volcán de Pichincha” y que su vista fue tomada en Chillo, la casa de campo del Marqués de Selva Alegre. Se percibe en la lámina, efectivamente, el enorme macizo volcánico por encima de la colina de Cachapamba. Además se advierten en el dibujo (de izquierda a derecha) el volcán activo Guagua Pichincha (4.794 m.snm.) con las cumbres cubiertas de nieve que rodean el cráter; el cono del Tablahuma (conocido actualmente como Padre Encantado); el picacho de los Ladrillos; y la cima rocosa del Rucu Pichincha (4.698 m.snm.). Como otros autores de la época, Humboldt denomina Rucu (viejo) Pichincha al más joven volcán Guagua (niño) Pichincha, pero no olvida de señalar la cima sobre la que está colocada la “Cruz de los franceses”, que sirvió de señal en la triangulación para determinar la longitud de un grado de meridiano en la zona ecuatorial; actualmente se la conoce como “Cruzloma”. En la parte inferior de la lámina el dibujo presenta en detalle “Le Pic (3) vu de près”, es decir, la cima rocosa del cerro de los Ladrillos. En contradicción a Humboldt se puede afirmar que la vista del Pichincha es más completa e imponente desde el lado oriental que desde las selvas de la región de Esmeraldas.

Según Minard L. Hall, en su obra El volcanismo en el Ecuador (1977: 66-70), el macizo volcánico contiene tres ventos, lo que sugiere una migración de la actividad volcánica hacia el Oeste. El más antiguo y más cercano a Quito es el Condorhuachana (lugar donde pare el cóndor), cuyo cráter, abierto hacia el Oriente, ha rellenado, por erosión, parte del valle sobre el que se asientan algunos barrios de la ciudad. Las encumbradas rocas del Rucu Pichincha, Cerro de los Ladrillos y Padre Encantado son los remanentes del segundo volcán, cuya enorme caldera está abierta hacia el Sur y llega a las inmediaciones del pueblo de Lloa. Sobre los flancos occidentales del Rucu Pichincha se formó un nuevo estratovolcán. Aparentemente terminó su crecimiento con una potente erupción que produjo, por colapso y luego erosión, la primera caldera del Guagua Pichincha. Queda de esta caldera su lado oriental, que presenta la forma de un semicírculo; su diámetro fue aproximadamente de 3.5 kilómetros. Un nuevo cono creció en el fondo de la primera caldera y, por segunda ocasión, se formó un estratovolcán, que sufrió una nueva destrucción y la formación de la caldera actual. Son perceptibles los flancos originales del segundo volcán en los lados oriental y suroriental. En la cumbre máxima, denominada “Humboldt”, se ve una colada de lava que adornó al volcán viejo. Parece que en el intervalo comprendido entre el 12.000 y el 8.000 antes del presente, el Guagua Pichincha tuvo varios eventos eruptivos notables. También la erupción del año 970 d.C. fue una de las más importantes en tiempos presentes y presentó un carácter similar a la de 1660, es decir, en plena Época Colonial (Hall M., Mothes P, 1994: 53-55). La caldera actual mide 1,6 kms. de diámetro y tiene una profundidad de 700 metros; está abierta hacia el lado occidental. Paredes verticales y grandes abanicos de escombros forman el interior de la caldera y un domo de 400 metros de diámetro origina mucha actividad fumarólica, la que también se manifiesta en las fumarolas al pie de la pared meridional.

Desde 1830 ha tenido el Guagua Pichincha un período de actividad esporádica. Erupciones poco significativas ocurrieron en los años 1868, 1869 y 1881. (Cfr. Wolf, 1904). Más de cien años después, en noviembre de 1999, el Pichincha tuvo una memorable explosión por el enorme hongo de humo, vapor de agua y ceniza que se elevó, por cerca de diez kilómetros, en el cielo azul de la capital ecuatoriana. (Cfr. Humboldt, 2005: 145).

Los valles templados al Oriente del Pichincha estaban, en la Época Aborigen, ocupados por varios señoríos, entre los que descollaba el de Quito, centro de una red vial y núcleo de un intercambio ecológicamente complementario de las etnias serranas con las sociedades tribales ubicads en la ceja de montaña occidental. Esta región, como afirma Frank Salomon (1997: 12 y ss.), no era solo un mero espacio geográfico atravesado por caminos, sino un verdadero sistema social, que mediatizaba los contactos, organizaba los nexos y armonizaba las discontinuidades. La transformación de este modelo en la Época Colonial condujo a la temprana desaparición de los Niguas, a una tenue continuación de la etnia Yumbo hasta comienzos del siglo XX, y al surgimiento de los Tsatchila (o Colorados) como una “tribu colonial” con un status epifenomenal en relación con la formación estatal dominante.

Dentro de este amplio contexto histórico, las faldas orientales y las estribaciones occidentales del Pichincha, abonadas con sus varias veces milenarias cenizas volcánicas, fueron centros de cultivo y producción artesanal que posibilitaron permanentes lazos de intercambio, frecuentemente reforzados por alianzas matrimoniales entre las poblaciones serranas y sus contrapartes de la selva occidental. Según el visitador de idolatrías Cristóbal de Albornoz (1989: 189), cuya “Instrucción” para descubrir adoratorios parece fue redactada hacia 1584, era el “Biccinca, guaca prencipal de los indios quitos, es un cerro nevado alto junto a la ciudad de Quito”. Se desconoce el significado del topónimo “Pichincha”, nombre que no fue sustituido por un término quichua. No obstante, se puede añadir que quizás era también una montaña sagrada para los Yumbos, además de ser el núcleo de la red vial entre el país yumbo y los pueblos serranos (Cfr. Lippi, 1998; Jara, 2006).

En sus Diarios de Viaje en la Audiencia de Quito, Humboldt (2005: 144-147; 161-168; 169-170) nos ha dejado detalladas referencias sobre las cumbres del Pichincha. Durante su primera ascensión (14 de abril de 1802), el científico prusiano, en compañía de varios quiteños, subió desde la Recoleta de la Merced (El Tejar), hasta el pie de las rocas que forman el Rucu Pichincha (para Humboldt, el “Guagua Pichincha”). Después de un difícil descenso a la antigua caldera del Rucu Pichincha, denominada “Verdecoche”, se acercó al cerro de Los Ladrillos. Durante esta ascensión pudo Humboldt admirar el paisaje andino y, hacia el occidente, el desorden caótico de las montañas que forman las estribaciones occidentales da la cordillera de los Andes (Humboldt, 2005: 144-147).

El científico prusiano tuvo mejor suerte el 26 de mayo de 1802 (Humboldt, 2005: 161-168). Mientras Bonpland, acompañado de Carlos Montúfar, se ausentó a la hacienda Chillo, para salvar un esqueleto de llama, Alexander von Humboldt, con algunos indios cargados de instrumentos, guiados por Xavier Ascásubi y varios acompañantes, llegaron hasta el volcán Guagua Pichincha (según Humboldt, “Rucu Pichincha”), cuyos flancos estaban cubiertos de nieve. Solo con Pedro Urquinaona y Pardo y con el indio Felipe Aldás, a quien Humboldt salvó de perecer al filo del cráter, el viajero berlinés ascendió a una roca con el objeto de mirar el interior del cráter. Después de caminar por un puente de nieve sobre un hueco con llamas de azufre, donde casi perecieron Humboldt y Felipe Aldás llegaron a una piedra que formaba una galería por encima del cráter. Desde allí pudo observar en el interior los vapores en constante movimiento, agitados por el calor del fuego volcánico, mientras invadía el ambiente un fuerte olor a azufre. Estima Humboldt que la circunferencia del cráter era más grande que la de la ciudad de Quito y su profundidad unas 500 ó 600 toesas. El descenso nocturno fue memorable por la gran cantidad de caídas de los expedicionarios. Además, el 27 de mayo en la noche hubo en Quito una fuerte sacudida de terremoto. “Los indios no faltaron en atribuirme la causa –afirma Humboldt (2005: 168)- se decía que habíamos tirado algunos polvos mágicos en el cráter”.

Ante la insistencia de Bonpland y Carlos Montúfar, el 28 de mayo salió Humboldt nuevamente hacia el volcán Pichincha. Entre sus acompañantes estaban Francisco José de Caldas y el ya conocido indio Aldás. Todos subieron hasta el borde del cráter, observaron los vapores y sintieron mucho olor a azufre, mientras frecuentes sismos agitaban la roca. Con cada temblor el olor a azufre se hacía más fuerte. Regresaron a la ciudad por el pueblo de Lloa (al Sur del Guagua Pichincha), no sin antes observar que los grandes materiales eruptivos descienden hacia el Occidente y quizás hacia el “llano” de Lloa, por lo que en Quito se deben temer solo las erupciones laterales y los terremotos (Humboldt, 2005: 169-170). Muchos años después, cuando Humboldt redactaba su obra “Cosmos”, recordaba todavía impresionado esta visita al volcán.

El cráter oval, algo inclinado hacia el Sud-Oeste, fuera por consiguiente del eje de la muralla que se eleva por término medio a 14700 pies, está rodeado de tres rocas en forma de torres. En la primavera del año 1802, subí acompañado del Indio Felipe Aldas, a la más oriental de las tres rocas. Permanecimos en el borde estremo del cráter, a 2300 pies próximamente sobre el fondo del abismo inflamado`. […] El cráter está dividido en dos partes por la arista de una roca cubierta de escorias vitrificadas. La oriental, de forma circular, parece más profunda que la otra, y es en la actualidad la verdadera base de la actividad volcánica. Probablemente de este cráter […] surgieron las erupciones ígneas de escorias, pomez y cenizas […] Durante esas erupciones, la ciudad de Quito quedaba todo el día sumida en completa oscuridad, causada por el polvo de los rapilis (Humboldt, 1875, IV: 218).

Montaña nevada del Corazón

(Humboldt, 1816, II: 286-289; 1878: 75-76; 2004: 344-346)

Montaña nevada del corazón (Vues des Cordillères et monumens des peuples indigènes de l'Amérique, lámina LI)"
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Las noticias sobre la emisión de ácido sulfúrico en el cráter del Pichincha y los continuos temblores de tierra, alarmaron a los pobladores de Quito, por lo que había que evaluar los posibles daños que afectaría una erupción a la ciudad. Para resolver este problema y terminar el plano del volcán, se trasladó Humboldt a la altura de Puengasí, encima del camino de Chillo. Puengasí es parte de la pequeña sierra de Gualahaló. Según el “Expendientillo de señalamientos de tierras, 1535-1537” (LPCQ, 1934, I: 142), el sitio se llamaba “Puyngasy”: nombre de los indios que lo habitaban y que le dieron también al río que corre abajo, quizás uno de los antiguos afluentes del Machángara. Es posible que Humboldt aprovechó esta excursión para visitar la quinta de Luluncotog, situada entre el camino a Chimbacalle, el alto de Puengasí y el camino a Collacotog, propiedad comprada en 1776, como hacienda “de pan sembrar”, por la comerciante quiteña doña Victorina Losa, finca que fue vendida al abuelo de María Ontaneda Larraín, llamada por Humboldt “Marica la Reina”, quien por herencia era entonces la propietaria (Borchart de Moreno, 2009). “La mañana era magnífica –anota Humboldt (2005: 171)- Vi descubiertos el Cayambe, el Cotacachi, el Corazón (detrás del cual aparece como un obelisco de un blanco deslumbrante una de las puntas del Iliniza) y las tres puntas principales del Pichincha, Guaguapichincha, Tablauma y el volcán Rucupichincha”. Además de medir las distancias entre la pequeña colina del Yavirac o Panecillo y la Cruz de los Académicos, con seguridad, entonces elaboró Humboldt el boceto de su lámina “Vue du Corazon”.

En el siglo XIX la cima del Corazón (4.876 m.snm.), frecuentemente, estaba cubierta con nieves perpetuas. Desde el “Alto de Poingasi” (como escribe Humboldt) y desde el valle de Machachi, al oriente de la montaña, la forma de su cima se asemeja a un corazón invertido. Desde Puengasí se puede observar también la cumbre Sur del Iliniza (5.266 m.snm.) sobre la pendiente oriental del Corazón. Humboldt no ascendió a esta montaña. Su especial interés en ella radica en examinar la aseveración de La Condamine y Bouguer de que la cima del Corazón fue el “punto más bajo en que se observó el mercurio en el barómetro” (Humboldt, 1878: 75), por lo que calcularon los académicos franceses que nadie, hasta entonces, había subido “a una altura tan grande, pues estábamos a 2.470 toesas sobre el nivel del mar, altura de cuya exactitud podemos responder con un margen de 4 a 5 toesas” (La Condamine, 1986: 50), equivalente, según el cálculo de Humboldt (1878: 75) a 4.811 m.snm., con un error escaso de 7 a 8 metros. El científico berlinés opina que, en su segunda ascensión al Pichincha, acompañado del indio Felipe Alda(s), se encontró a mayor altura (4.858 m.snm.) que los académicos franceses sobre la cima del Corazón (4.811 m.snm.). Las diferencias en las medidas quizás se deben a las incetidumbres de los geodésicos, quienes en 1738 midieron la altura “de la señal de Carburn, a la que Bouguer asigna 2.366 metros y Ulloa 2.470” (Humboldt, 1878: 76). La “Base” que sirvió de fundamento para las posteriores operaciones trigonométricas, determinada cerca del pueblo de Yaruquí, medía 6.276 toesas (12.224,316 m.); sus dos extremos en Caraburu y Oyambaro fueron señalados por La Condamine con piedras de molino, en espera de la construcción de dos monumentos geodésicos conmemorativos, motivo de una triste y vergonzosa historia (La Condamine, 1986: 17-18). Según las mediciones del Instituto Geográfico Militar- IGM (1964), Caraburu se encuentra a 2.351 m.snm. (IGM. CT NIII-B1) y el hito de Oyambaro a 2.602 m.snm. (IGM. CT ÑIII-B3).

El nombre aborigen (¿pantsaleo?) de esta montaña es “Guallancatzo”. Se desconoce su significado. Con la invasión incaica recibió el nombre quichua de “Anchasit[u]” (mucho resplandor), el que, posteriormente, fue modificado por los españoles (Pérez Tamayo, 1960: 427-428). En algunos documentos lleva esta montaña el apelativo de “Corazón de Barnuevo”, por ejemplo, en Caldas (1933: 151-152), quien la ascendió parcialmente en mayo de 1804 y la observó desnuda de nieve por la sequía experimentada aquel año. En su “Perfil de los Andes de Loja a Quito”, Caldas (en Nieto Olarte, 2006: 126, 142) dibujó al Corazón entre el Sincholagua y el Cotopaxi y cercano al Iliniza, “suponiendo el ojo del observador a muchas leguas de distancia del occidente” (en Nieto Olarte, 2006: 81-82). Según el estudio de Christiana Borchart de Moreno (1998: 119-142) “La tenencia de tierras en el valle de Machachi a finales del siglo XVII”, en este valle se encontraba la “estancia de Aponte” y, cerca de Panzaleo (corresponde a la misma zona) la estancia Chiunchi: ambas pertenecientes en 1692-1696 (años de la Visita de Tierras por don Antonio de Ron) al licenciado don Ignacio Barnuebo Castro y Guzmán. Además de estas tierras ya mencionadas, Barnuebo Castro y Guzmán era propietario de tres estancias en Amaguaña y de una estancia en Chillogallo (Borchart de Moreno, 1998: 120 y 124). Aparece también en la documentación una “calera”, situada cerca del pueblo de Machachi, perteneciente a don José Barnuevo, caballero de la Orden de Santiago, quien figura además, en 1670, como propietario de 26 caballerías de tierras en Aloasí y, en 1693, como dueño de “salidas” al páramo, lo que le posibilitaba la ocupación de tierras altas y el control sobre las fuentes de agua (Borchart de Moreno, 1998: 120-139). Es importante anotar que el pueblo de Aloasí (3.015 m.snm.) se encuentra en las faldas orientales del Corazón, por lo que José Barnuevo, con el justificativo de “salidas al páramo”, ocupó las tierras altas de la mencionada montaña.

Según Minard Hall (1977: 93-94), la fila volcánica al Sur del Pichincha define claramente la Cordillera Occidental. En ella afloran restos de los grandes volcanes: Atacazo (4.457 m.snm.), Corazón (4.786 m.snm.) e Iliniza (5.266 m.snm.). Los tres volcanes son parecidos geológicamente: sus cumbres son los remanentes de los flancos orientales de grandes calderas, cuyos centros estaban situados más al Occidente de los picos actuales. La fuerte acción erosiva de los glaciares ha cavado profundos cañones donde estuvieron las calderas. Un examen de la profunda erosión producida por los glaciares permite afirmar que los tres volcanes estuvieron activos durante el Pleistoceno inferior y medio (hace un millón de años). No obstante, es importante señalar que, durante los últimos milenios, se desarrolló en el lado suroccidental del Atacazo el volcán Ninahuilca (3.854 m.snm.). Se ha determinado que el Ninahuilca ha tenido al menos cuatro erupciones importantes en los últimos milenios, desde hace 11.500 años. La postrera erupción tuvo lugar hace 2.400 años y sus piroclastos y lahares cubrieron los flancos orientales del cono y especialmente se extendieron hasta La Maná y Santo Domingo, en las selvas occidentales (Hall M, Mothes P., 1994: 55). Parece que a comienzos del siglo XIX el Atacazo era también conocido como Ninahuilca, nombre que aparece en el informe sobre el avance de las tropas realistas desde Latacunga a Quito, comandadas por Toribio Montes, fechado en Quito el 11 de noviembre de 1812 y enviado al corregidor de Ambato (Monge, 1977: 90).

 

Las cumbres piramidales del Iliniza

(Humboldt, 1816, II: 193; 1878: 74-75; 2004: 286-287)

Las cumbres piramidales del Iliniza (Vues des Cordillères et monumens des peuples indigènes de l'Amérique, lámina XXXV)"
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Al Sur del Guallancatso o Corazón, y separado por la angosta ensillada de Atatinqui o Cruz-loma, se encuentra la doble cima del Iliniza. La cumbre Sur, cubierta de hielo y nieve, alcanza la altura de 5.266 m.snm. En su cúspide meridional aparecen grandes cornisas que cuelgan a su alrededor. Todavía hace pocos años, como en la época de Hans Meyer (1907: 282; 1993: 396-397), era visible en el lado oriental de la cima Sur, un glaciar que se transformaba, hacia los 4.000 metros de altura, en una honda y estrecha barranca fluvial. Separada de la cima Sur y al mismo tiempo unida por una cresta intermediaria, que es un hondón profundo y se conoce como Cutucuchu (vocablo quichua que significa “corto rincón”), se levanta la cumbre Norte (5.126 m.snm.): una imponente muralla rocosa con escasa nieve y libre de glaciares. Los dos picos del Iliniza son los restos de las paredes orientales de la caldera del antiguo volcán, correspondiente al Pleistoceno (inferior o medio), la que se encuentra en el flanco occidental, debajo de la cresta intermedia entre las dos cumbres; en ella se originan los ríos Aguachi y Pagahanín que forman parte de la cuenca del Toachi. Un panorama completo de la montaña desde el Occidente presenta un óleo de Troya, perteneciente a la colección de Stübel (Grassi-Museum, Leipzig); la vista esta tomada desde el Pucará de Chisaló (en Meyer, 1907: Abb. 65). Probablemente en las cercanías de esta fortaleza de montaña fue aprehendido el general inca Rumiñahui, por las tropas españolas (Pérez Tamayo, 1962: 28-30). Las capas alternantes de lava y material piroclástico de este volcán, hace mucho tiempo apagado, se inclinan hacia el Este y todavía se las puede apreciar en los flancos del Iliniza Sur (Hall, 1977: 94).

 Además del “Biccinca, guaca prencipal de los indios quitos”, Cristóbal de Albornoz (1989: 189) menciona en su “Instrucción”, entre las “guacas”, divinidades o lugares sagrados, al “Yllinca, guaca prencipal de los dichos indios quitos, es un cerrillo pequeño nevado, junto al pueblo de Panza liubi”. Con seguridad, se trata del monte “Iliniça” o Iliniza, situado en las cercanías del pueblo de Panzaleo. El significado etimológico del toponímico preincaico, como en el caso del Pichincha, nos es desconocido.

Es importante, sin embargo, mencionar que, por su situación al Occidente del callejón interandino y por la frecuente condensación de niebla alrededor de sus cumbres, no es inusual que en el Iliniza se presente el “Brockengespenst” (Espectro de Brocken) (Cfr. DTV- Lexikon, Bd. 2). En el monte Iliniza, al borde de la caldera y particularmente en la cumbre Norte, según el conocido andinista Marco Cruz (comunicación personal), este fenómeno se da al nacer el Sol y siempre que en el lado opuesto se encuentre una pared de nieve y niebla. Entonces, cada espectador puede ver su figura reflejada en la parte opuesta del Sol, a veces rodeada por una aureola y, en algunas ocasiones, por anillos luminosos concéntricos. No es ajeno este fenómeno a otras montañas de los Andes.

Los académicos españoles Jorge Juan y Antonio de Ulloa, en su Relación Histórica del Viage a la América Meridional (1748), relatan que en el páramo de Pambamarca,

Al tiempo de amanecer se hallaba todo aquel cerro envuelto en Nubes, muy densas, las que con la salida del Sol se fueron disipando, y quedaron solamente unos vapores tan tenues, que no los distinguía la vista: al lado opuesto por donde el Sol salía en la misma Montaña, a cosa de diez Tuessas distante, de donde estábamos, se veía como en un Espejo representada la imagen de cada uno de nosotros, y haciendo centro en su Cabeza tres Iris concéntricos (Juan J, Ulloa A, 1978, I: 592-593).

Los autores citados ilustran este fenómeno en la lámina XIV, adjunta a la obra, y su testimonio fue confirmado por La Condamine (1986: 68), quien señala la fecha del 21 de noviembre de 1736, y particularmente con la descripción detallada de Bouguer aparecida en las Memorias de la Academia, en París, en 1744. Por no haber experimentado este fenómeno, Humboldt, (1986, 2003: 222; 2005: 201), con ocasión de su ascensión al Chimborazo, lo pone en duda, incluso después de haber leído atentamente la descripción de Bouguer, y afirma: “Parece entonces que el fenómeno es más raro de lo que los Académicos creían. Todo lo que he visto son arcos iris que llegaban hasta la tierra”. Algunas décadas después Alphons Stübel, durante sus viajes científicos en el Ecuador (1870-1874), pudo observar este fenómeno que llama “el Fantasma de los Andes”, en el cerro Sunirumi junto a Angamarca (3.374 m.snm.), en la Cordillera Occidental, al Suroeste de Latacunga. Stübel pudo ver siete aureolas, con todos los colores del espectro (Stübel, 2004: 346-350). Sus observaciones estaban ilustradas en una pintura de Troya; un dibujo se nos ha conservado (Stübel, 2004: 344).

No cabe duda que la impresionante lámina XXXV “Montagne d’ Iliniza”, de las Vues des Cordillères… se elaboró en base a un dibujo trazado por Humboldt desde el Sureste de la montaña, probablemente desde las arruinadas azoteas de la casa de hacienda “La Ciénega”, la que visitó en mayo de 1802 (Humboldt, 2005: 155-157). Una vista parecida, en este caso fotográfica, se encuentra en la “Geografía y Geología del Ecuador” de Theodor Wolf (1975: 109). Además de la indudable belleza de las cumbres piramidales del Iliniza, esta montaña tuvo para Humboldt la particularidad de haber sido medida trigonométricamente por Bouguer, desde la meseta de Quito y de las costas del Océano Pacífico, pues, “las pirámides del Ilinisa se ven a gran distancia de los llanos de la provincia de las Esmeraldas” (Humboldt, 1878: 74). Gracias a la diferencia de altura obtenida con las medidas de Bouguer, los académicos franceses determinaron la elevación absoluta de la ciudad de Quito y el valor aproximado del coeficiente barométrico. Concluye Humboldt (1878: 75) con esta reflexión:

Los físicos a quienes interesa la historia de los progresos de las ciencias, colocarán al Iliniza al lado de Puy-de-dome, punto este último desde donde Perrier, aconsejado por Pascal, intentó, antes que nadie, medir la elevación de las montañas con el auxilio del barómetro.

El “volcán de Cotopaxi”

(Humboldt, 1816, I: 138-150; 1878: 68-73; 2004: 65-71)

El volcán de Cotopaxi (Vues des Cordillères et monumens des peuples indigènes de l'Amérique, lámina X)"
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El Iliniza se eleva en la cordillera occidental de los Andes, paralelo al volcán Cotopaxi. Se une a la cima del Rumiñahui (4.722 m.snm.) por el “Alto de Tiopullo” que forma un “nudo” o cadena transversal, que divide las aguas que fluyen hacia el océano Pacífico de las que corren hacia el Atlántico, y que está formado por los remanentes de un volcán no muy grande, denominado “Cerritos de Chaupi”. El más alto de ellos es el Pupuntío (3.997 m.snm.). Las tres cúspides del Chaupi son los puntos más elevados de las paredes de una caldera llamada “Hondón de San Diego”, la que se desagua hacia el Norte y fluye al río que pasa bajo el puente de Jambelí. Las erupciones de los “Cerritos de Chaupi” unieron al Iliniza con el Rumiñahui y, de esta manera, rompieron la continuación del gran valle que se extendía entre los dos ramales de la cordillera de los Andes (Wolf, 1975: 108).

Es válida la observación de Humboldt (1878: 68) de que la gran elevación de las mesetas que rodean las altas cimas de las cordilleras disminuye, hasta cierto punto, la impresión que esas moles dejan en el alma del viajero acostumbrado a las majestuosas escenas de los Alpes y Pirineos. No es la altura de las montañas la que da al paisaje su peculiar carácter, “sino su aspecto, figura y agrupación”. Cada región del globo, prosigue Humboldt (1878: 69),

muestra una fisonomía particular; y sin embargo, en medio de estos rasgos característicos que dan a la Naturaleza su aspecto tan rico y vario, existe una semejanza notable de forma que se funda en identidad de causas y circunstancias locales.

Estos criterios del sabio alemán son válidos para describir “la más bella y regular de todas las cimas de los Andes”, el Cotopaxi: “cono perfecto que, revestido de una capa de nieve enorme, brilla a la puesta del sol y se destaca pintorescamente de la azulada bóveda del cielo” (Humboldt, 1878: 71-72). El gran estratovolcán activo, Cotopaxi, se encuentra sobre la Cordillera Real de los Andes, a 60 kms al Sureste de Quito y a 45 kms. al Norte de Latacunga. Su altura alcanza a los 5.897 m.snm. Tiene una base de 16 por 19 kms. y un relieve entre 2.000 a 3.000 metros desde la base hasta la cima. Las pendientes de sus flancos, por encima del límite de la nieve, llegan hasta los 30º de inclinación. El cráter del Cotopaxi tiene una forma casi circular, con un diámetro de 800 metros y una profundidad superior a los 100 metros. En el interior del cráter y en sus bordes se constata la presencia de continuas emanaciones de fumarolas (Andrade et al. 2005: 13-16).

Dada la regularidad de la forma del volcán, sorprende hallar al Suroeste del cono un conjunto de rocas, llamado vulgarmente en la época de Humboldt (1878: 72-73) “Cabeza del Inca”. Según la tradición popular estas rocas habrían cubierto el cráter del Cotopaxi, el que durante su primera erupción las habría lanzado a sus faldas, como un presagio siniestro de la muerte de Atahualpa y del fin del Tahuantinsuyo. Según la opinión del viajero prusiano, la historia eruptiva del volcán es anterior a la conquista española.

Efectivamente, como se explica en el libro Los peligros volcánicos asociados con el Cotopaxi (Andrade D. et al., 2005: 17-28), la historia geológica del volcán es relativamente larga. Entre los 560.000 y 420.000 años AP. (antes del presente), las erupciones de “magmas riolíticos” formaron domos alineados sobre una fractura arqueada (8 kms. de largo) que conformaron una caldera. Algunos restos de esta “fase riolítica” del “Cotopaxi I” se encuentran al Sur del cono actual. La “fase andesítica” del “Cotopaxi I” (420.000 – 350.000 AP.) se caracteriza por erupciones menos explosivas que construyeron paulatinamente el edificio cónico del “Cotopaxi I”, similar al actual, cuyos vestigios están representados por el cerro Morurco (4.850 m.snm.), nominado por Humboldt “Cabeza del Inca”. Hace 350.000 años se inició una larga pausa en la actividad del Cotopaxi, mientras se formaron dos unidades geológicas producidas por volcanes vecinos: la unidad “Cangahua” (toba volcánica) con el endurecimiento de cenizas en el Norte del Ecuador; y la unidad “Ignimbrita Chalupas”, conformada por un inmenso depósito de piedra pómez fibrosa, blanca o gris, calculado en unos 100 km3, que se encuentra desde Tumbaco al Norte, hasta Riobamba en el Sur. La unidad “Chalupas” corresponde a una inmensa erupción que ocurrió hace unos 200.000 años y formó también la caldera de Chalupas, a 10 kms. al Suroriente del Cotopaxi, cuyo cono de erupción es el nevado Quilindaña (4.877 m.snm.). En su obra “Cosmos” (1875, IV: 292-293), Humboldt menciona las canteras de piedra pómez situadas en la hoya de Latacunga, material que ha servido para construir los edificios de esta pequeña ciudad y de la bella casa del Marqués de Maenza, en la Ciénega.

Después de este largo reposo el Cotopaxi se reactivó y, hace unos 13.200 años, se inició la construcción del edificio Cotopaxi II-A. Hasta el 4.500 AP. las erupciones explosivas produjeron extensas caídas de ceniza y flujos piroclásticos. La última erupción riolítica (4.500 AP.) derrumbó un amplio sector del flanco nororiental y produjo una avalancha formidable de escombros y un gigantesco lahar, conocido como “Lahar del valle de los Chillos”, el más grande en la historia geológica del Cotopaxi. Al final de esta erupción una cuarta parte del edificio volcánico quedó destruida. Desde la catástrofe de hace 4.500 años, la actividad del Cotopaxi ha sido persistente hasta la actualidad. Todas estas erupciones han construido una gran parte del edificio que conoció Humboldt y que observamos en la actualidad, denominado por los geólogos “Cotopaxi II-B”. En su estratigrafía se reconocen 18 ciclos eruptivos con más de 43 erupciones de magnitud. Con seguridad, los pueblos precolombinos conocieron esta actividad eruptiva, pero no tenemos registros. No así a partir de la invasión española. La primera mención se refiere al ciclo eruptivo de 1532-1534 DC., que coincide con la expedición de Alvarado y con la conquista de la región de Quito por las tropas de Benalcázar (1534), y el final del Imperio Incaico. Desde entonces, varias han sido las erupciones del Cotopaxi, con emisiones de ceniza, caída de piroclastos en las cercanías del volcán y formación de lahares que han cubierto los valles de los Chillos y de Latacunga e inundado la cuenca del Alto Napo, ocasionando grandes destrucciones. Entre ellas, Humboldt menciona las de los años 1738, 1744, 1768 y 1803; el mayor episodio eruptivo fue el de noviembre de 1744. No le falta razón al científico prusiano cuando afirma que el Cotopaxi es

el más temido de todos los volcanes del antiguo reino de Quito, por sus explosiones tan fuertes y devastadoras. Una montaña colosal formarían reunidas las escorias y porciones de rocas arrojadas por dicho volcán, y que cubren los valles próximos en una extensión de muchas leguas cuadradas (Humboldt, 1878: 70).

“Cotopaxi – éste es un cono perfecto, el más bello de todos los nevados”, anota Humboldt en sus “Diarios de Viaje” (2005: 156). Parece que, además de la vista del Iliniza, el científico alemán diseñó el bosquejo del flanco occidental del Cotopaxi desde las ruinas “del palacio de la Ciénega (la casa de campo más grande que he visto en América y toda en piedra tallada y piedra pómez” (Humboldt, 2005: 156). Desde los restos de las grandes azoteas,

uno goza de una de las vistas más imponentes y majestuosas que se puede tener en el mundo. Se tiene al Cotopaxi en frente a tres leguas de distancia. Se ven el Iliniza, Quilindaña, el Corazón, Chimborazo, una llanura adornada de viviendas, eriales cubiertos con fragmentos volcánicos. Qué espectáculo ver al Cotopaxi lanzar haces de llamas de 4 – 500 toesas de largo (Humboldt, 2005: 155-156).

Innumerables veces ha sido reproducido el Cotopaxi en cuadros de color, dibujos y fotografías, reconoce Hans Meyer (1993: 297) y hace esta observación:

Es interesante ver cómo, en las dos primeras clases de representación que, en contraposición a la fotografía mecánica, reproducen la visión libre, se reflejan las ideas fundamentales geológicas de su tiempo […] Todos nuestros viajeros antiguos, incluso Humboldt, militaban bajo las banderas de la teoría catastrófica que solo aceptaba en la formación de las montañas los fenómenos poderosos. Naturalmente, en los volcanes los cuales, según pensaban, se habían originado por terribles empujes hacia arriba de la corteza terrestre (cráteres de levantamiento), veían la acción de las catástrofes manifestándose ante todo en las formas escarpadas.

El verticalismo que inclina a reproducir una montaña con una altura e inclinación excesivas, dejando de lado su anchura, encontró en la teoría “plutónica” un apoyo, tanto para la descripción científica como para la representación artística de los paisajes.

Así como ya la primera figura del Cotopaxi, hecha mucho antes de que se lanzara la teoría plutónica, que Juan y Ulloa publicaron en su obra de viaje, de una erupción del año 1743, puede servir solo de curiosidad, -juzga acertadamente Hans Meyer (1993: 298)- así también el grabado del Cotopaxi que Humboldt da en su gran Atlas de Cuadros, ‘Vues des Cordillères’ (Plancha X), es un verdadero monstruo de volcán.

El abandono de la “teoría catastrófica” y la concepción de que los estratovolcanes son “conos de acumulación de escombros”, ayudaron, en años posteriores, a corregir los contornos con precisión. Los dibujos de Reschreiter, acompañante de Hans Meyer durante sus viajes por los altos Andes ecuatorianos, concuerdan con las fotografías en las medidas angulares de los perfiles, que ascienden desde 20º hasta 42º, cerca del borde del cráter. La inclinación media del cono, es decir, el ángulo bajo el cual se verá la cima desde la base del cono entero, es solo de 11º. Estos datos permiten comparar los ángulos de los perfiles de Humboldt con los calculados por Stübel y Meyer, en el dibujo ilustrativo de Reschreiter (Meyer, 1907: Abb. 47).

Tomándolo todo en consideración –concluye Hans Meyer (1993: 300)- indiscutiblemente el Cotopaxi es el más hermoso volcán activo del mundo y en cuanto a altura absoluta el más grande. De los tres volcanes activos del Ecuador, el Sangay, el Tungurahua y el Cotopaxi, éste es el más alto.

Se desconoce el significado de la palabra “Cotopaxi” que, con seguridad, perteneció a una lengua pre-incaica, correspondiente a los pueblos aborígenes que habitaron la hoya de Latacunga-Ambato, donde el sufijo “-paxi” es frecuente en los toponímicos y antroponímicos. Admira, además, que ninguna referencia directa se nos ha conservado acerca de su naturaleza como “huaca” o montaña sagrada. Únicamente el “príncipe de los cronistas”, Cieza de León (1984, I: 59), refiere que el volcán cercano al pueblo de Mulahaló, el Cotopaxi, reventó cuando, en 1534, arribaron a la provincia de Quito Pedro de Alvarado y su ejército; y que, según los informantes indígenas, “antes que reventase se veían visiones infernales y se oían algunas voces temerosas. Una erupción volcánica significa en el mundo andino un “pachacuti” o “poner el mundo al revés”, pues con la erupción salen desde su interior las entrañas de la tierra y cubren el mundo exterior; con ellas abandonan los antepasados muertos el “Ukupacha” o inframundo, para visitar a los vivos en el “Kaypacha” o mundo de aquí. Según Thérèse Bouysse-Cassagne (1988: 175), el término “mundo al revés” o “pachacuti” explica un conjunto de imágenes unidas bajo el mismo concepto: la idea del “milagro” y del “castigo”, a modo de una “escritura divina” que demuestra la benevolencia o la cólera de los dioses, así como el fin catastrófico de una era (la incaica) y el inicio de otra (las española). Es posible interpretar como un “santuario”, situado al pie del volcán, al “Ingapirca del Cotopaxi”, ubicado en una pequeña planicie al Norte del mismo. Según Antonio Fresco (2004: 104), este sitio comprende los vestigios de construcciones a partir de un plano típicamente incaico, que incluye corrales, canchas o plazoletas, paredes de tierra y otras de piedra sin labrar. En sus cercanías se levantaba el “pucará” conocido como “El Salitre”, fortaleza de montaña que cuidaba un camino secundario incaico hacia el Oriente o, quizás, el ganado ofrecido al Sol, al Inca o al “Urcu-Yaya” (padre cerro) Cotopaxi. También desde estos lugares se distingue el cono perfecto del volcán que, “revestido de una capa de nieve enorme, brilla a la puesta del sol y se destaca pintorescamente de la azulada bóveda del cielo” (Humboldt, 1878: 72).

Casa del Inca, en Callo, del Reino de Quito

(Humboldt, 1816, II: 100-112; 1878: 367-373; 2004:235-240)

Casa del Inca, en Callo, del Reino de Quito (Vues des Cordillères et monumens des peuples indigènes de l'Amérique, lámina XXIV)"
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En sus Diarios de viaje en la Audiencia de Quito (2005: 152), Alexander von Humboldt refiere asombrado: “El objeto que desde el Alto de Tiopullo más deslumbra la vista es el Panecillo de Callo”. Contrario a la opinión vulgar de la época, el científico prusiano cree que es un montículo natural, de cerca de 40 toesas de altura (unos 80 metros), que antiguamente era un islote en el lago de Mulahaló y que los incas lo hicieron redondear para que, eventualmente, sirviera como defensa militar. (Cfr. también Humboldt, 1878: 368-369). Según la clásica obra Geología del Ecuador, de Walther Sauer (1965: 241), el cerrito de Callo es “una característica cúpula volcánica de hinchazón, de unos 100 metros de altura y parecida a la aún más grande del Panecillo de Quito. Su interior se compone de andesita compacta, toda cubierta por cangahua eólica”. Los nativos, todavía a comienzos del siglo XX, según Meyer (1993: 394), lo consideraban como un túmulo artificial o “tumba del Inca”, por lo que buscaban tesoros y en su lugar solo encontraban escorias volcánicas.

Junto al “Panecillo de Callo”, también desde el “Alto de Tiopullo” se descubre, según Humboldt (1878: 368), en medio de la llanura cubierta de piedra pómez, las ruinas de la “casa del Inca Huayna Cápac”. Este edificio “que forma un cuadrado perfecto de 30 metros de longitud por cada lado, presenta aún señales de cuatro grandes puertas exteriores, y de ocho habitaciones, tres de las cuales se han conservado mejor” (Humboldt, 1878: 370). La lámina 24 que ilustra las Vues de Cordillères et Monumens des peuples indigènes de l’Amérique (Paris, 1810) muestra un plano de la “Maison de l’Inca”, que consiste en una “cancha” o patio cuadrangular, cerrado, de 98 pies de lado [32,34 m.], al que se ingresa por cuatro puertas. En el interior del recinto están señaladas tres habitaciones rectangulares, de las ocho que propone Humboldt. Esta “casa del Inca” cercana al Panecillo, y más comúnmente conocida como “San Agustín del Callo”, tiene una clásica planta incaica, muy simplificada, que guarda, sin embargo, muchas semejanzas con las plantas arquitectónicas de los “palacios” de Tomebamba (Cuenca), residencia imperial edificada durante los reinados de Túpac Yupanqui y Huayna Cápac. Las más importantes edificaciones del recinto de Pumapungo, “ciudadela” o “espacio sagrado” de Tomebamba, tienen planta rectangular y están adosadas al muro de cerramiento y abiertas hacia el patio o “cancha” interior (Idrovo Urigüen, 2000: 160-162). Evidentemente, sus dimensiones y complejidad son mayores que las de San Agustín del Callo.

Tiene razón el sabio berlinés al criticar el dibujo de Jorge Juan y Antonio de Ulloa (1978, I: lám. XVII), que pretende representar el plano de la casa del Inca, que casi pudiera creerse puramente imaginario” (Humboldt, 1878: 367). Quizás los marinos españoles quisieron representar un monumento “restaurado” (Humboldt, 1878: 368). Anota además en sus “Diarios de viaje” (2005: 154) que el plano de Juan y Ulloa omite las ventanas “que son muy interesantes”. Su opinión fue confirmada por algunos ancianos frailes de San Agustín, pues nadie conocía mejor que ellos las ruinas de Callo, por encontrarse en los terrenos de una hacienda perteneciente a su convento; “habían además habitado una casa de campo próxima al sitio, y me aseguraron que desde 1750, y aun antes, tenían vista la casa del Inca en el mismo estado en que se hallaba entonces”.

La más antigua noticia sobre “Callo” se encuentra en el “litigio” por tierras “entre Don Juan Zumba, cacique del pueblo de Uyumbicho y Hernando de la Parra”, Quito, 1565. Françisco de Santa María, vecino de Quito y testigo por parte de Hernando de la Parra, rememora que hace más de

beinte y dos años [seguramente en 1540, con la expedición a Macas y Quisna dirigida por Rodrigo Núñez de Bonilla] saliendo este testigo de la jornada de Macas topó este testigo al dicho Parra y a Pedro de Cortes conquistadores en sus pueblos de los Puruaes se bino este testigo con ellos a esta çiudad y desde la estançia de Callo que es agora de Martín de Mondragón que solía estar un fresno en ella desde allí se binieron a dormir a la estançia de Uyumbicho (en: Landázuri, 1990: 296).

Según esta noticia, se podría afirmar que seis años después de la fundación española de Quito (1534) el “Callo” era una “estancia”, la que un cuarto de siglo después pertenecía a Martín de Mondragón. Se ignora el tipo de producción de la “estancia” de Callo, pues a los pocos años de la erupción del Cotopaxi (1533-1534), los terrenos estarían infértiles, lo que se puede comprobar con el reparto de tierras en el corregimiento de Latacunga, las que, prácticamente, se encuentran en la zona más alejada del volcán: en la banda occidental del río Cutuchi y al Sur del asiento de Latacunga (Borchart de Moreno, 1998: 30). Otra posibilidad es que, pocos años después de la invasión española, todavía el Callo era utilizado como “tambo” o “venta” al servicio de los viajeros españoles, antes de ascender el nudo de Tiopullo.

Antes de 1619, según Enrique Terán (1979: 26), la hacienda “El Callo” albergaba un obraje que pertenecía al convento de San Bernabé de Latacunga, de la Orden de San Agustín, propiedad ésta como otras semejantes que se justificaban con la necesidad de “adoctrinar” a los indios, bajo la modalidad de un “conventillo-doctrina” (a partir de 1665, “vicariato de anillo” o hacienda), como lo hacían en otros lugares (Costales, 2003: 110-129). Efectivamente, en una carta de don Francisco Centeno Maldonado, escrita en Latacunga el, 4 de octubre de 1619, dirigida a la Real Audiencia, se afirma que fue a los obrajes de Callo y Tanicuchi de los Padres Agustinos para retirar a los indios que tienen sin pagar salarios; que los Padres hicieron huir a los indios, que azotaron a los caciques y que impidieron la visita de la autoridad, por lo que solicita nueva orden para proceder contra dichos frailes que de palabra y obra se burlan de las órdenes de la Audiencia (Centeno Maldonado, 1619). Se dice, aunque no consta en documentos, según Terán (1979: 27), que en la hacienda del Callo se celebraron algunos capítulos provinciales agustinos. La hacienda “Barrancas”, así como San Agustín del Callo, ambas situadas al pie del Cotopaxi, estaban rodeadas de llanuras con pastos y mantenían algunos miles de ovejas que proporcionaban materia prima para las manufacturas textiles u obrajes. Para la agricultura, los terrenos cubiertos de arena y piedras, no permitían sino el cultivo de “chochos”, una especie de lupino que crece en suelos estériles (Caldas, 1933: 155).

Se ha mencionado que el más antiguo plano de San Agustín del Callo, según Humboldt (1878: 367) “puramente imaginario”, se debe a Jorge Juan y Antonio de Ulloa. Los dos marinos españoles, en 1748, ofrecen también, por vez primera, una referencia a las ruinas (Juan y Ulloa, 1978, I: 626). Con seguridad, varios cambios se dieron en años posteriores, por los daños causados a causa de los terremotos y las erupciones del Cotopaxi. Según Parédez (mencionado por Brown, 2001, III: 3, aunque no cita documentos), durante la erupción de 1742 el batán del obraje del Callo fue destruido y habrían perecido más de setenta personas. Años más tarde, el 19 de diciembre de 1757, una avenida de agua y lodo dejó sesenta muertos, solo en el obraje de Callo, y destruyó viviendas y sementeras. A este propósito es importante recalcar que en 1802, según Humboldt (2005: 154), “la ruina se encuentra detrás de la casa de la finca de Callo de los Padres Agustinos”.

Pocas noticias se conocen acerca de la historia de San Agustín del Callo, en el siglo XIX, y sobre la transferencia de propiedad de la Orden de San Agustín a manos privadas. Se debe tener en cuenta que en 1904 el gobierno liberal de Leonidas Plaza Gutiérrez nacionalizó las “últimas propiedades” de los agustinos, Cusubamba y Salachi, para entregarlas a arrendatarios. En 1907 el gobierno radical de Eloy Alfaro dictó la “Ley de Beneficencia”, por la que se incautaron las propiedades de las órdenes religiosas, las que pasaron al Estado para constituir un fondo de asistencia pública o ser rematadas en subasta. Ignoramos cuándo fue vendida la hacienda San Agustín del Callo y cuáles fueron sus propietarios hasta, en la década de 1920, cuando fue adquirida por Leonidas Plaza Gutiérrez. Desde entonces, la hacienda ha permanecido como propiedad de sus herederos (Terán, 1979: 27, 34-35). Tampoco se puede determinar, hasta el momento, cuándo se construyó el edificio de la hacienda sobre las ruinas incaicas. Según Edward Whymper (1994: 307) cuando, en junio de 1880, pasó de Machachi a Latacunga por el camino viejo que pasa por Mulahaló, en la ribera izquierda del río Cutuchi, visitó la llamada “casa del Inca” situada a poca distancia al Sur del Panecillo de Callo. “Lo poco de la estructura original que queda –afirma Whymper (1994: 307)- ha sido convertida en modernos edificios de finca. Las piedras estaban finamente decoradas y se unían sin cemento o argamasa. Ninguna piedra medía más de 18 x 12 x 12 pulgadas”. Es posible que en décadas posteriores fuese modificado el edificio de la hacienda sobre las ruinas incaicas: período en el que se puso en boga en la Sierra ecuatoriana una arquitectura hacendataria tradicional, definida como “neo-colonial”.

En la actualidad, según los informes de Brown (2001, III: 3-7), el sitio arqueológico San Agustín del Callo está compuesto por una serie de muros de estilo incaico que forman parte del conjunto integral de la casa de hacienda. Quedan dos estructuras incas completas: la “capilla” (al NO del patio), que tiene tres muros intactos hasta el techo; y el “comedor” (al SE), que cuenta con dos paredes en el mismo estilo. Murallas incaicas fragmentarias pueden verse en las paredes de la “cocina” (al NE) y en uno de los “dormitorios” (al S). Además hay las ruinas de una sección del muro que bordean el atrio central y algunos restos en la esquina Suroeste del conjunto. La mampostería de la “capilla” es de tipo cuzqueño, “almohadillado”, con bloques rectangulares y junturas sin ningún espacio. Las piedras son de origen volcánico (andesita y lava ligera). Las paredes muestran nichos u hornacinas trapezoidales: hay siete nichos en el lado occidental, tres en el Norte y tres a cada lado de la puerta que se ubica en el lado oriental. Sobre las hornacinas y en los bloques más altos del muro sobresalen “claves” de piedra que quizás sirvieron para amarrar el techo de paja. El muro del Sur es una construcción moderna que ha seguido la línea de la pared original, y que tiene una puerta adicional. En el “comedor” los muros del Sur y del Oeste están mejor conservados. El primero tiene tres hornacinas y el occidental tres nichos a cada lado de la puerta que se abre hacia el Oeste. El muro del Norte está intacto hasta donde debieron estar los nichos, mientras la pared del Este ha sido reconstruida e incorpora una ventana grande con vista al volcán. Un ennegrecimiento parcial de los muros del “comedor” sugiere un incendio en el pasado. Además de las dos estructuras mencionadas, el pequeño refectorio al Norte del “comedor” y un muro de un dormitorio en el Sur incluyen restos incaicos; este último muestra la parte inferior de una puerta trapezoidal. También hay algunos restos en el lado Norte del patio central de la hacienda. El camino que desciende al Norte del Panecillo del Callo, aunque las piedras de la calzada demuestran tecnología colonial, puede ser incaico, ya que la vereda está bordeada por un muro de contención que incorpora bloques y tecnología incaicas. No es posible determinar si originalmente el Callo fue un tambo, un centro administrativo o un lugar dedicado al culto. De todos modos, las estructuras que conocemos demuestran que su función original estaba asociada al Sapa Inca o que estaba reservada a su familia. Un bloque inca sin terminar sugiere la posibilidad de que el conjunto arquitectónico no fue concluido. Habría que investigar los alrededores, para determinar la amplitud del sitio arqueológico.

Una detenida observación de las ruinas de San Agustín del Callo y su comparación con otras edificaciones incas, confirman el juicio de Humboldt (1878: 370) de que todos los detalles de esta mansión, la forma trapezoidal de las puertas, hornacinas y ventanas, la distribución simétrica de los dieciocho nichos de cada habitación, los cilindros que hacen oficio de perchas, el corte de las piedras con su cara exterior convexa y a bisel, no permiten afirmar haber visto lo que Juan y Ulloa llaman

lujo, grandeza y majestad, aunque sí me parece –prosigue Humboldt (1878: 370)- digna de atender la uniformidad de construcción del edificio, que es el carácter distintivo de todos los monumentos peruanos. Si se examina detenidamente cualquiera de los que pertenecen al tiempo de los Incas, observaremos el mismo tipo en los demás que cubren las alturas de los Andes, por una longitud de más de 450 leguas, desde 1.000 a 4.000 metros de elevación sobre el nivel del Océano. Bien podría decirse que un solo arquitecto ha construido tan gran número de monumentos; con tal constancia se apegaba este pueblo montañés a sus hábitos domésticos, instituciones civiles y religiosas, forma y distribución de sus edificios.

Vista del Chimborazo y del Carguairazo

(Humboldt, 1816, I: 277-288; 1878: 59-67; 2004: 133-138)

(Humboldt, 1816, II: 112-117; 2004: 241-243)

Vista del Chimborazo y del Carguairazo (Vues des Cordillères et monumens des peuples indigènes de l'Amérique, lámina XVI)"
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En la zona ecuatorial y desde la provincia de los Pastos, anota Alexander von Humboldt (1878: 59-60), la Cordillera de los Andes se divide en dos grandes ramales. “Colocadas en doble fila las cimas más elevadas, forman a la Cordillera como una doble cresta; cúspides colosales y cubiertas de hielos permanentes, que sirvieron de señales en las operaciones practicadas por académicos franceses para la medida del grado ecuatorial”. Desde la llanura de Tapi (Humboldt la llama “Tapia”), al norte de Riobamba, y que se ubica a 2.891 m.snm., el científico prusiano disfrutó de “una vista tan magnífica que difícilmente podrá hallarse igual ni en las costas ni en la pendiente oriental del Chimborazo” (Humboldt, 1878; 62). Algunos años después de la visita de Humboldt, Alphons Stübel dibujó ambas montañas, desde la torre de la iglesia de la Merced, en Riobamba (2.810 m.snm.).

Mientras que el lado occidental del Chimborazo presenta una figura casi de cono, -explica Stübel (2004: 362-364)- el lado oriental que mira hacia nosotros ofrece la de un dorso inclinado oblicuamente, que a más de la cumbre principal, ostenta dos tramos en forma de escalones. Por el norte (a la derecha del Chimborazo) se levanta el Carihuairazo (5106 m.). Ambos montes están unidos por una ensillada (4392 m.) que lleva el nombre de Abraspungo.

Gracias a las investigaciones llevadas a cabo por geólogos de la Universidad de Tübingen (Pichler H., Kilian R., 1989: 4-7) durante la década de 1980, es posible conocer la historia geológica del Chimborazo (6.267 m.snm.): estratovolcán triple y, medida desde el centro de la Tierra, la cumbre más alta del mundo, de 6’384.411,8 metros, que aventaja con 2.151,2 al Tschomolungma (Mt. Everest), en el Himalaya Oriental, ya que la Tierra es achatada por los polos y más ancha en la región ecuatorial. A partir de los análisis de Kalium-Argon y de Carbono 14, así como de las evidencias dejadas por los glaciares y de la estratigrafía de cenizas y otros materiales volcánicos, los científicos han llegado a la conclusión de la existencia de tres largos períodos en la historia geológica del macizo volcánico. El sector más antiguo denominado “Chimborazo I”, coetáneo de su vecino el Carihuairazo (5.102 m.snm.), se formó hace 1’800.000 años, durante la evolución del Plioceno al Pleistoceno, el período más antiguo del Cuaternario. El “Chimborazo I” tenía la forma de un escudo y debe haber llegado a una altura de 5.000 m.snm. Su actividad finalizó con fuertes erupciones que provocaron el desmoronamiento del centro volcánico y la formación de una caldera, cuyos restos todavía pueden ser reconocidos en los flancos occidentales de la actual montaña. Durante un tiempo de tranquilidad que duró sobre un millón y medio de años, el edificio volcánico del “Chimborazo I” sufrió una fuerte erosión y, posteriormente, sus remanentes fueron cubiertos con materiales de erupciones más recientes.

Chimborazo visto desde el plano de Tapia (Vues des Cordillères et monumens des peuples indigènes de l'Amérique, lámina XXV)
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Durante el Pleistoceno Reciente, hace unos 100.000 años, se reactivó la actividad volcánica de la caldera y nuevos fluidos de lava configuraron el “Chimborazo II”, volcán que tuvo dos fases. Durante la “fase A” (100.000 – 30.000 AP.) los materiales piroclásticos conformaron la actual cumbre oriental. En sus depósitos, a 4.000 m. de altura, se encuentran restos de troncos de coníferas carbonizados; los datos de Carbono 14 dieron una antigüedad entre 35.000 y 38.000 años, lo que significa que el clima del Chimborazo era entonces más cálido y húmedo que en la actualidad. Después de fuertes erupciones se derrumbó la chimenea del “Chimborazo II-A” y el volcán permaneció inactivo durante varios milenios. Hace 28.000 años nuevamente se reactivó la cámara magmática del “Chimborazo II”, lo que produjo la acumulación de materiales hasta los 6.000 m., que configuraron la cumbre central. Esta “fase B” terminó hace 22.000 años. Como consecuencia de la fuerte actividad volcánica del “Chimborazo II-B” se produjeron frecuentes deshielos e inmensas corrientes de lodo (lahares) descendieron por los flancos de la montaña.

La fase de actividad volcánica, que duró del 18.000 hasta el 10.000 antes del presente, configuró la actual cúpula occidental que llegó hasta la altura actual (6.267 m.snm.) y forma el “Chimborazo III”. Una chimenea lateral en el sector oriental del macizo volcánico, que se completó con una ruptura tectónica condicionada a la alineación en dirección Este–Suroriente, produjo la imagen de forma de un dorso del actual Chimborazo: sus tres cumbres, miradas desde el Sur, descienden en altura de Occidente a Oriente.

Por otro lado, pocos son los datos sobre la historia geológica del Carihuairazo (en quichua “Cari-Huaira-Razu”: Nieve del viento macho). Parece que su actividad es coetánea o quizás anterior al Chimborazo I. De todos modos, después de un largo período de actividad, una etapa de fuertes erupciones finales destruyó la parte superior del estratovolcán. Al presente se nota la presencia de una gran caldera de aproximadamente 2 kms. de diámetro, como testimonio de esta etapa final. Los picos de elevación máxima (5.102 m.snm.), al Suroeste de la caldera, representan los flancos remanentes del volcán antiguo erosionados y modificados, como la caldera, por los glaciares y otros fenómenos. El Carihuairazo no ha tenido actividad volcánica en tiempos históricos, aunque no se descartan derrumbes y avalanchas de escombros, llamadas por el vulgo “erupciones” (Hall, 1977: 94-95).

Con seguridad, muchas han sido las avalanchas que se han producido a lo largo de la historia geológica del Chimborazo, algunas de ellas visibles en la actualidad. El recuerdo de las más recientes quizás se mantuvo en los mitos aunque, a veces, aplicado a otras montañas cercanas, por ejemplo el Altar o el Carihuairazo. Un ejemplo muy conocido nos ofrece la carta dirigida por el cacique indígena de Licán, don Leandro Sepla y Oro (en Humboldt, 2005: 326-328) al sabio prusiano, quien concedió a sus legendarias noticias sobre el “Cápac Urcu” (el Altar) demasiada importancia. Según Patricia Mothes y Minard Hall (1991: 19-38), durante el Pleistoceno Tardío se derrumbó el flanco sureste del Chimborazo (“Chimborazo II-A”) y generó una avalancha que se deslizó 30 kms. hacia el Sur, hasta el río Chambo, formando un gran abanico de escombros sobre el cual están asentados la ciudad de Riobamba y otros pueblos aledaños. Esta avalancha catastrófica, probablemente debida a un seísmo, ocurrió hace unos 40.000 años, puesto que los depósitos fueron erosionados por glaciares cuya edad es mayor a 30.000 años antes del presente. Los lahares chocaron también contra los flancos occidentales del volcán Igualata e incluso represaron las aguas del río Chambo, por lo que se formó un lago que cubrió un área mayor a los 10 Km2 y que persistió aproximadamente unos mil años.

En la Época Colonial, el fuerte seísmo tectónico del 20 de junio de 1698 ocasionó destructivos flujos de lodo que descendieron de los flancos del Carihuairazo. Llegaron al asiento de Ambato 45 minutos después del terremoto y arrasaron las ruinas que habían quedado, muriendo unas mil personas, por lo que el poblado tuvo que ser reubicado. Otros pueblos y caseríos fueron también destruidos. Para el vulgo este fenómeno se debió, erróneamente, a una erupción del Carihuairazo, seguida del hundimiento del volcán, que habría sido antes “más alto que el Chimborazo”. El estudio geológico de Roberto N. Vásconez Maza (2006) aclara que la fluidez de los flujos de lodo indica que el material debió estar altamente saturado de agua debido a las lluvias ocurridas días o semanas antes del terremoto y que ese material, por el movimiento telúrico, se desprendió y “resbaló” hacia las quebradas y valles, produciendo una inundación catastrófica.

 En la “Relación del pueblo de San Andrés de Xunxi, provincia de Riobamba”, escrita en 1582 por su cura párroco, fray Juan de Paz Maldonado, se dice que el pueblo “está al pie del volcán llamado Chimborazo, que quiere decir en su lengua del Inga ‘cerro nevado de Chimbo’, el cual tienen en grande veneración y lo adoraban y adoran, aunque no a lo descubierto, porque dicen nacieron de él. Sacrificaban en este cerro muchas doncellas vírgenes, hijas de Señores y ovejas de la tierra, y otras echaban vivas; y hoy día hay muchas al pie de la nieve, a las cuales no matan los indios ni llegan a ellas para hacerles mal, por decir que el dicho volcán les echará heladas en sus sementeras y granizos, y lo tienen por ablución” (RHGAQ. 1992, I: 320). Como se explica en el estudio “El Chimborazo: ancestro sagrado andino” (Moreno Yánez, 2009), el culto a los volcanes como ancestros y divinidades implica una íntima relación entre la divinidad originaria y el grupo étnico considerado como su natural descendiente y adorador. Esta relación expresa también la confianza en el poder de los antepasados para conceder los bienes producidos por la agricultura, y el temor a ser castigados con la destrucción de las sementeras. De este modo, el gran macizo volcánico es el verdugo que castiga a quienes desobedecen sus órdenes, con el envío de heladas y granizos, pero, al mismo tiempo, es el benefactor o señor de la lluvia y quien controla las corrientes de agua que producen la fertilidad del suelo. La creencia en el poder fertilizador de los ancestros, personificados en el cerro macho o “urcu”, puede ser también demostrada en la fertilidad femenina, pues los embarazos indeseados, fruto de relaciones sexuales mantenidas en la montaña, se explican como violaciones del “Taita Chimborazo”: interpretación cultural que se confirma con la costumbre de considerar a los “tsarcos” o albinos, por su pelo y cejas blancas, “hijos” del Chimborazo.

Esta coherencia simbólica explica también las cualidades de “maligno” para lo masculino y “benigno” para lo femenino. El Tungurahua, ancestro femenino de los Puruháes, se feminiza ante los habitantes de la región, mientras el Chimborazo, masculinizado, se transforma en “cerro bravo”, traidor, arrebatador del ganado y, por lo tanto, respetado y temido. Es importante recalcar la doble naturaleza mítica del Chimborazo: su personificación como ser humano y, simultáneamente, su calidad de ancestro sagrado, por lo que es digno de agradecimiento al final de las cosechas (Aguiló, 1978: 24).

Se desconoce el toponímico puruhá que designa al más alto volcán nevado del Ecuador. Su nombre actual “Chimborazo” probablemente procede del quichua y podría tener varios significados. Según el “Vocabulario de la Lengua Quichua” de Diego González Holguín, editado en 1608, “chimpa” significa: “la otra parte o banda del río o quebrada, acequia o cosa larga atravesada” (González Holguín, 1989: 109-110). A este respecto es importante recordar que al Occidente del Chimborazo y al otro lado del río Chimbo estaba asentada la etnia del mismo nombre, distinta de los Puruháes. Al intentar aclarar esta etimología, no podemos dejar de lado que, según González Holguín (1989: 110), el fonema análogo “chimpu” significa “señal de lana, hilo o borlilla de colores”, explicación que se complementa con la frase “Chimpuyaccun intim, o ahi puyan. Tener cerca el sol y la luna”. Aplicado al Chimborazo este nombre, quizás se refiere al nevado donde se pueden ver los colores del “espectro de Brocken”, fenómeno negado por Humboldt en los Andes, que se ha explicado al tratar sobre las “Cumbres piramidales del Iliniza”. En el vocablo “Chimborazo” la palabra “razo” pertenece al quichua ecuatoriano (Cordero, 1967. 81; 207) con los significados de nieve, nevazón o nevada, mientras que, según González Holguín (1989: 318; 600), “ritti” es el vocablo quechua para designar nieve. Si es válida esta traducción, como vulgarmente se acepta, Chimborazo significaría el “cerro nevado de Chimbo”.

Una mayor clarificación de la posible etimología puruhá se puede encontrar en la comparación de algunos toponímicos correspondientes a los “ayllus” o parcialidades aborígenes que aparecen en los más antiguos libros eclesiásticos parroquiales (desde 1565) del pueblo de San Andrés Xunxi. En ellos y en otros documentos coloniales aparecen nombres de lugares con los prefijos “Bat” y “Tun” (Bat-Tatactos, Tun-Tatactos; Bat-Patulús; Tun-Patulús; Bat-Chucay; Tun-Chucay, Bat-Cahuán, Tun-Cahuán, etc.), referencia puruhá que se relaciona con el sistema andino de división dual, tan conocida a través de las expresiones quichuas “hanan” alto y “hurin” bajo, con connotaciones masculina y femenina, pues los lugares “Bat”, efectivamente, se encuentran a mayor altura y con preferencia hacia el Occidente, mientras los “Tun” están en zonas más bajas y hacia el Oriente. Según la “Relación de San Andrés de Xunxi” (1582), para los indios Puruháes “el volcán del Chimborazo es el varón y el de Tungurahua es la hembra, y que se comunican yendo Chimborazo a ver a su mujer y la mujer al marido, y que tienen sus ayuntamientos” (RHGAQ. 1992, I: 322). Si la esposa del Chimborazo se llama “Tun-Guragua”, el nombre de la montaña más alta del Ecuador debería comenzar con el prefijo “Bat” (¿Bat-Guragua?) y, supuestamente, tendría el significado de “monte nevado de arriba” o “monte nevado macho”. Años antes, a finales de la década de 1540, Cieza de León (1984, I: 62) denomina a la sierra nevada del Chimborazo (que visualmente, quizás, incluía al Carihuairazo, porque el nivel de la nieve estaba más bajo que en la actualidad) con el nombre quichua “Urco-Lazo” (o “Razu”): montaña o monte nevado, que quizás fue traducción del nombre aborigen puruhá, pues González Holguín (1989: 357) traduce “Urco”, además de cerro, como el “macho de los animales”, lo que confirmaría la visión mítica del ancestro masculino de los Puruháes.

También la “Relación de San Andrés de Xunxi” nos informa que durante la conquista incaica defendió el lugar el señor que gobernaba el pueblo, quien se llamaba “Montaña”, evidente castellanización del quichua “Urcu”. Vencido “Montaña”, fue apresado por el Inca y trasladado al Cusco, donde murió (RHGAQ, 1992, I: 321). Resta decir que el curaca puruhá de Xunxi podría haberse llamado con el homónimo del monte Chimborazo, costumbre comprobada por varios documentos etnohistóricos. (Cfr. Caillavet, 2000: 27-42; Salomon, 1980: 185-213; Moreno Yánez, 1996: 257-288).

Se ha mencionado ya que al Chimborazo, en la época prehispánica se sacrificaban “doncellas vírgenes, hijas de Señores y ovejas de la tierra” (RHGAQ. 1992, I: 320). Hasta el momento no se han encontrado restos de personas sacrificadas, como los descubiertos en los nevados Ampato, cerca de Arequipa, en el Quehuar (6.130 m.snm.) y en el cercano Llullaillaco (6.739 m.snm.): estos dos últimos situados en la frontera entre Chile y Argentina (Reinhard, 1999: 36-55). Tanto los sacrificios de la “dama de hielo”, en el Ampato, como de los niños y niñas (“acllas”) en las cumbres del Quehuar y Llullaillaco, deben ser interpretados como “capac hucha” o sacrificios de alianza, que sellaban o renovaban un pacto entre la comunidad y la divinidad ancestral, entre dos grupos étnicos o entre un grupo conquistado y la etnia conquistadora. En general, los sacrificios “capac hucha” consistían en sepultar vivas a las víctimas en tumbas de pozo profundo. Al Occidente de San Andrés de Xunxi y a una altura de 3.680 m.snm. se encuentra un asentamiento arqueológico. Según el informe de prospección (Schávelzon, 1976) se trata de un recinto cuadrangular, complementado con construcciones rectangulares a sus cuatro lados. Hacia el “patio” o recinto central se abren cinco probables habitaciones, cuya función fue quizás de vivienda. Restos de otros muros, construidos también en “pirca” simple (piedra sin labrar), forman “corrales” y “canchas” (patios). Algunas evidencias sobre una colina vecina permiten conjeturar la presencia de un “pucara” o fortaleza de montaña. También es probable la existencia de varias tumbas con pozo, pues se observaron por lo menos cuatro lugares que podrían albergarlas. Sitio como el descrito debe ser estudiado y comparado con los restos arqueológicos del “Ingapirca del Cotopaxi” y “pucara” de “El Salitre”, situados en las faldas septentrionales del volcán Cotopaxi. Probablemente se trata, en ambos casos, de las ruinas de alojamientos para quienes ascendían a las montañas para dejar sus ofrendas al filo de la nieve, o quizás en cuevas y grietas de los glaciares, hasta donde todavía llegan los “hieleros del Chimborazo”, para “cortar hielo” y, posteriormente, venderlo en los mercados de las ciudades y pueblos de la serranía ecuatoriana. No se debe olvidar que este hielo fósil se usa también en la medicina popular.

En una región con frecuentes terremotos y erupciones volcánicas, el “imaginario” andino ha buscado explicaciones de las mismas. Según la información de los recién cristianizados indios de San Andrés de Xunxi (RHGAQ. 1992, I: 322), “el volcán Chimborazo es el varón y el Tungurahua es la hembra, y que se comunican yendo Chimborazo a ver a su mujer y la mujer al marido y que tienen sus ayuntamientos”. Parece, sin embargo, que la vida conyugal no era un ejemplo de armonía. Cuenta una fábula actual que Tungurahua, a escondidas del Chimborazo, se entregó al cerro Collay (El Altar), por lo que, al descubrir el engaño, el furioso “Rey de los Andes” pretendió golpear a su mujer. Collay y su amigo Carihuairazo la defendieron, pero el orgulloso marido con un inmenso garrote golpeó a los dos montes hasta dejarlos hundidos. Para un simple observador, El Altar y el Carihuairazo, con sus enormes calderas, ofrecen la visión de montañas caídas o hundidas, como consecuencia de una catástrofe telúrica. Otra leyenda relata que la celosa madre de los Puruhaes, en represalia porque el Chimborazo no puede darle hijos blancos, como sus nieves eternas, suele cada cierto tiempo escupir a su rostro el lodo y cenizas que hierven en su vientre. Efectivamente, desde 1999 la nieve blanca del Chimborazo aparece, con frecuencia, obscurecida por las cenizas del volcán Tungurahua, nuevamente activo, que son arrastradas por los vientos que soplan desde el Oriente (Moreno Yánez, 2009).

El “puente de cuerdas cerca de Penipe”

(Humboldt, 1816, II: 186-190; 1878: 79-91; 2004: 281-283)

El “puente de cuerdas cerca de Penipe” (Vues des Cordillères et monumens des peuples indigènes de l'Amérique, lámina XXXIII)
HiN XI, 20 (2010) Zoomansicht

En su descripción de la comarca de Riobamba, Pedro Cieza de León (1984: 62) alude, en 1553, a la sierra nevada “que llaman Urcolazo”, situada en la parte del poniente; cerca de esta sierra se inicia un camino que sigue hasta la ciudad de Santiago de Guayaquil.

A la parte de levante de Riobamba están otras poblaciones en la montaña que confina con los nacimientos del río del Marañón y la sierra llamada Tinguragua, alrededor de la cual hay asimismo muchas poblaciones.

Entre esas poblaciones, ya en 1604, están mencionadas Santiago de Guanando, en una vega en la orilla izquierda del río Grande, por otro nombre llamado Chambo, y “San Francisco del Monte de Penipe” al otro lado del torrente. El volcán de Tungurahua está a una legua hacia el Oriente. Según la “Descripción de los pueblos de la jurisdicción del corregimiento de la villa del Villa Don Pardo, en la provincia de los Purguayes” (1604), las huertas dentro del pueblo producen frutos de Castilla y de la tierra. Allí se crían hortalizas y “ajiales”. Cerca del lugar hay “una montaña de que cortan leña y madera, que es la principal granjería de los indios”. Con seguridad, para su comercio, necesitaban los indios trasladar los productos al otro lado del río Grande o Chambo, por lo que Penipe “Tiene puente grande hecho de guascas (esto es de cordel), por donde lo pasan los indios porque ellos no lo pueden vadear” (RHGAQ, 1994, II: 64). Esta es la referencia documental más antigua sobre el “puente de cuerdas”, cercano a Penipe.

Se conoce que los aborígenes andinos, ya antes de los Incas, conocían diversos tipos de puentes para cruzar ríos y quebradas. Según Bernabé Cobo, en su monumental obra Historia del Nuevo Mundo (1653), si los ríos eran mansos, aunque fuesen grandes y profundos, pasaban con sus embarcaciones de una orilla a otra, o sobre un puente flotante como en la laguna de Chucuito (Desaguadero del lago Titicaca). Sobre los torrentes que tenían un cauce estrecho y entre peñas, tendían vigas largas y sobre ellas atravesaban palos delgados y ramas, para que sirvieran de puente. Sobre los cauces más anchos usaban dos géneros de pasaje: la “oroya” y el “puente de crizneja”,

por las cuales se pasan hasta hoy casi todos los ríos en que ellos las tenían antiguamente; y pone gran cuidado el gobierno en que los mismos indios que solían hacerlo en tiempo de los Incas, acudan ahora a reparallas y conservallas, porque si faltasen, no se podría caminar por la mayor parte deste reino. La oroya es una maroma o soga de hicho o de bejucos tan gruesa como la pierna, la cual amarran muy tirante de ambas orillas del río a dos peñascos, si los hay, y si no, a fuertes pilares o estribos hechos de piedras […] Desta soga cuelgan un cesto como de vendimiar, con su asa redonda y arqueada […] y no solo pasan hombres en estos cestos sino también fardos de ropas y cuantas cosas quieren (Cobo, 1956, II: 262-263).

Con mayor frecuencia que la ya descrita “tarabita”, el viaducto más usado en los Andes era, según Cobo (1956, II: 263-264), el llamado “puente de crizneja”. A ambos lados del río construían estribos de piedra, donde colocaban cuatro o seis vigas gruesas para amarrar los extremos de las sogas del puente. Tejían varias trenzas o criznejas delgadas y las entrelazaban hasta formar una maroma gruesa como el cuerpo de un muchacho. De cinco criznejas grandes, amarradas a las vigas de los estribos, hacían un puente.

Las tres criznejas de las cinco sobredichas ponen por suelo, y las otras dos por pretiles, a cada lado la suya. Sobre las tres del suelo, y atados fuertemente a ellas, ponen palos delgados como el brazo, atravesados y juntos en forma de zarzo, que toman el ancho de la puente, que será de seis a ocho pies, y sobre estos palos suelen echar otras más delgados o rama menuda. Los lados destas puentes, desde el suelo hasta las criznejas que sirven de pretiles, cubren y entretejen con rama por todo lo largo dellas, quedando hechas dos paredes, que más sirven de quitar el miedo a los que pasan que de arrimo.

Entre los más conocidos “puentes de criznejas”, de factura incaica, estaban los del río de Vilcas (Guamanga) y sobre el Apurímac (Cusco), el mayor de los cuales tenía 200 pies de largo. “Es necesario renovar estas puentes cada año, -añade Bernabé Cobo (1956, II: 264)- y acuden a hacerlo los pueblos comarcanos”.

En El Primer Nueva Corónica y Buen Gobierno (1615), atribuido a Felipe Guamán Poma de Ayala, un dibujo ilustra la actividad de Acos Inga, “chaca suioioc”: gobernador de los puentes de todo el Reino. En la lámina está representado el puente de maromas sobre el río de “Guanbo la grande” y aconseja el autor a las autoridades coloniales que, así como reemplazaron los puentes colgantes por otros de “cal y canto” (en Lima, Xauxa, Angoyaco, Amancay y Apurímac), era de gran servicio a ambas majestades

de que se hiziera la puente de la grande de Guanbo porque se muere muchos yndios en cada ues que lo hazen de los repartimientos y padesen trauajo. Ci se hiciera de cal y canto se hiciera una ues y se acauará una ues; fuera muy gran merced a los pobres de los yndios haziéndose todo los puentes de cal y canto (Guamán Poma de Ayala, 1980, I: 328-329).

Por medio del procurador de la provincia de la Orden de San Francisco, el 14 de diciembre de 1701, una demanda similar presentó a la Audiencia de Quito el padre doctrinero del pueblo de Penipe, fray Francisco de Orta. Como testigo presencial, expone el cura párroco al Presidente los padecimientos continuos de los indios de su pueblo en la composición y arreglo

de la puente del río grande que pasa por bajo del dicho pueblo que, por ser caudaloso, es invadable, por cuya causa y su anchura se ha usado hasta aquí de puente de maromas, que los miserables indios concurren continuamente con su sudor y trabajo, siendo así que son los que menos se aprovechan de ella porque, como pobres y miserables, no tienen tratos ni contratos (en: Borchart de Moreno, 2005: 330).

Según el franciscano, los españoles que viven en Penipe y el obraje del pueblo de Guano, perteneciente al Duque de Uceda, son los únicos beneficiarios del viaducto; a ellos se suman quienes acuden al monte en busca de hierbas para fabricar tintes de calidad. Los pocos indios que todavía viven en el pueblo, cada quince días deben acudir a reparar el puente con nuevas maderas y sogas, lo que realizan los días festivos, en detrimento del necesario descanso y de la asistencia a la “doctrina” cristiana. Ningún español contribuye a esta obligación, a pesar de que el concurso de bestias mulares, que conducen a la villa de Riobamba los granos de sus haciendas y las maderas necesarias para la construcción de los edificios, es la principal causa de su deterioro.

Y respecto de que hay algunos parajes angostos en el dicho río –aconseja el cura doctrinero Orta- en que se puede hacer puente […] de cal y canto y madera, se ha de servir Vuestra Alteza de mandar que los españoles hacendados en la comarca y jurisdicción de dicho pueblo de Penipe y los obrajes interesados en la conducción de las hierbas para sus tintes, hagan la dicha puente a su costa, librando a los miserables indios del penoso subsidio en que se hallan continuamente con los aliños, aderezo y composición de la puente de maromas que hoy tienen (en: Borchart de Moreno, 2005: 330-331).

El informe suscrito por el comisario Francisco Pérez de Villarroel y el escribano de Cabildo de Riobamba, Manuel Francisco de Chiriboga (Quito, 11 de enero de 1702), confirma el parecer de fray Francisco de Orta (en: Borchart de Moreno, 2005: 331). Por recomendación de su fiscal, Antonio de Ron, la Audiencia ordenó tomar los pasos necesarios para la construcción del puente de “cal y canto” y madera. Los dos peritos nombrados en Riobamba determinaron el lugar más adecuado y calcularon un costo total de 1.300 pesos, el que debía ser distribuido entre los 50 propietarios de haciendas y estancias, y el Duque de Uceda como propietario de los obrajes de Guano y San Andrés, mientras el pueblo de Penipe se obligaba a colocar en el sitio cuatro “madres vigas”. El 28 de julio de 1702 la Audiencia ordenó al corregidor de Riobamba el cobro de las cuotas y la distribución de los indios para el trabajo. Cien años después, cuando Humboldt lo admiró, en junio de 1802, el “puente de criznejas” seguía siendo el único medio para cruzar el caudaloso río Chambo.

El intento modernizador de fray Francisco de Orta fracasó –afirma Christiana Borchart de Moreno (2005: 332)- seguramente por la imposibilidad de obtener los fondos, tanto de los propietarios locales como del Duque de Uceda, cuyos representantes quiteños, generalmente de la alta sociedad como el Marqués de Villaorellana, solamente tenían poderes para realizar la cobranza de tributos, la venta de los paños y la transferencia de los ingresos a España, mas no para efectuar gastos más allá de los estrictamente necesarios para mantener la producción textil.

Según Alexander von Humboldt (1878: 79), el río Chambo nace en el lago de Coley (Colay) y entre la “lindísima aldea de Guanando” y la de Penipe baña una rambla, cuyo fondo está a 2.400 m.snm., célebre por el cultivo de la cochinilla, a la que se dedican los indígenas desde tiempos remotos, para obtener tintes para teñir los tejidos. La mayor parte de la cochinilla era entregada a las manufacturas de Guano (Villavicencio, 1858: 330). En junio de 1802 pasaron Humboldt y su comitiva el puente “de maroma” o “de hamaca” de Penipe, para visitar la pendiente occidental del volcán Tungurahua. Parece que el puente que conoció el científico prusiano era nuevo, pues asevera:

Poco tiempo antes de mi permanencia en Penipe, se destruyó por completo el puente del río Chambo; acontecimiento que se debió a un viento muy seco, que después de largas lluvias, rompió a la vez todas las cuerdas, pereciendo cuatro indios ahogados en el río, que es muy profundo y de corriente rapidísima (Humboldt, 1878: 80).

Las maromas del puente de Penipe, llamado en lengua quichua “cimpachaca” (“cimpa”, cuerda, y “chaca”, puente), tienen 3 ó 4 pulgadas de diámetro, y están hechas de la parte fibrosa del “Agava americana” y atadas a ambos lados de la orilla a una grosera armazón de troncos de “Schinus molle”.

Mide este puente, según Humboldt (1878: 79), cuarenta metros de largo por dos de ancho, aunque hay otros de mayores dimensiones. “Las gruesas cuerdas de pita –añade Humboldt (1878: 80)- se hallan recubiertas por pequeñas piezas cilíndricas de bambú”. Los viajeros hablan del peligro que presenta pasar estos puentes bamboleantes, por lo que aconseja Humboldt atravesarlos una sola persona, de prisa y con el cuerpo inclinado hacia delante, y no cometer la imprudencia de detenerse en medio del endeble viaducto, cogiéndose de las cuerdas que sirven de balaustrada. Con visión optimista asevera Humboldt (1878: 80), que estos puentes se conservan 20 ó 25 años en buen estado, aunque es preciso renovar algunas cuerdas cada 8 ó 10 años, pero que “como la policía de estos países es bastante descuidada, acontece ver muchos puentes faltos de piezas de bambúes, presentando, por consiguiente, riesgo mayor al atravesarse”.

Una observación detenida de la hermosa lámina XXXIII de Vues de Cordilléres, que representa el “Pont de cordage près de Penipé”, muestra que el puente estaba construido por cinco maromas o criznejas y que podía ser atravesado, al mismo tiempo, por tres personas, mientras una cuarta esperaba en el acceso izquierdo del mismo. El lugar exacto de su ubicación es difícil de precisar, aunque parece que la vista del observador se orienta río arriba. Las montañas del fondo podrían ser los “Cerros de Yaruquíes”, que se encuentran al Suroccidente de Riobamba y cuyo punto culminante es el Chuyuj (3.759 m.snm.).

La lámina que aparece en la “Geografía” de Villavicencio (1858: 330-331) es una copia simplificada de la “chimba-chaca”de Humboldt y acompaña a un texto que parcialmente reproduce las observaciones de Humboldt; añade que “la duración del puente es mayor cuando la raíz de agave conserva la humedad, pues parece incorruptible” (Villavicencio, 1858: 332). La atracción por el “exotismo” de Humboldt, sin embargo, es sustituida por el aprecio a los avances tecnológicos que demuestra Villavicencio, quien afirma:

La miserable calidad de estos puentes es tanto más notables, cuanto que el día de hoy se ve magníficas obras de esta especie en las grandes raudales de otras naciones, especialmente el soberbio puente doble colgante de fierro, suspendido sobre los abismos del Niágara.

Sobre la poca durabilidad del encantador puente de maromas de Penipe, podría testificar el silencio de Alphons Stübel (2004) quien durante su estadía en el Ecuador (1870-1874), pudo observar algunos puentes de maromas y madera. Entre sus “pinturas paisajísticas del Ecuador” (Stübel, 2004: 77), menciona en el valle del río Chambo el “Puente colgante del Químiac”, el “Puente de Puela” y el “pueblo de Penipe”: nos es desconocido el óleo de este último paisaje, pero en el correspondiente dibujo “Aldea de Penipe en el valle del río Chambo” (Stübel, 2004: 360) no está representado el referido puente, quizás entonces inexistente.

A finales del siglo XIX, el viajero inglés Edward Whymper, durante su excursión al cerro nevado Collanes o El Altar, en junio de 1880, atravesó el “desvencijado puente” de Penipe, del que nos ha dejado una ilustrativa lámina, quizás más exacta que las de Humboldt y Villavicencio (Whymper, 1994, 304). En el verano de 1903, ciento un año después de la presencia de Humboldt, nuevamente un científico alemán, Hans Mayer, describe el “antiquísimo puente colgante”, que algunas docenas de indios de Penipe trataban de reparar. Sobre ese tablero oscilante, que colgaba de dos cables de fibra de agave del grosor de un brazo, tendidos de una orilla a otra (cerca de 20 metros, aunque Humboldt calculó 40 metros) y asegurados por gruesas estacas de madera clavadas en cada orilla a una distancia entre sí de cerca de dos metros, atravesaban el río, con cuidado, hombres y animales, pues con un paso en falso peligraba su vida al caer en las oscuras aguas del río Chambo. No obstante, Meyer añade un dato interesante que recuerda el interés de Villavicencio en las obras de ingeniería de “otras naciones”:

Cerca del viejo puente bamboleante se han afianzado, desde hace muchos años, los sólidos estribos en piedra de un nuevo puente colgante, que cruzará el río por medio de cables de acero. Pero los fondos que para su construcción se asignaron, hace ya tiempo que se acabaron de gastar, los cimientos se quedarán a la intemperie y en el agua otros diez años, y cuando otra vez se asigne una cantidad de dinero para la construcción del puente o se la colecte, los estribos y cimientos estarán ya arruinados en el intervalo. Así acontece con todas las obras públicas en el Ecuador, exceptuando las iglesias, de cuida erección saben cuidarse los curas (Meyer, 1993: 235-236).

Al aludir a “otros diez años”, quizás Hans Meyer hace referencia al intento de construir un puente más estable en los inicios del gobierno de Alfaro (1895), constreñido por la necesidad de sojuzgar las guerrillas conservadoras, muy activas hasta 1897, en la región oriental del río Chambo. “Sería de interés saber, cuándo las maromas, trenzadas con la sangre y las lágrimas de los indios de Penipe, fueron sustituidas por el puente propuesto en 1701” (Borchart de Moreno, 2005: 333).

Monumentos incas de Hatun-Cañar

(Humboldt, 1816, I: 289-314; 1878: 351-359, 362-364, 374-376; 2004: 139-154)

Monumentos incas de Hatun-Cañar (Vues des Cordillères et monumens des peuples indigènes de l'Amérique, lámina XVII)
HiN XI, 20 (2010) Zoomansicht

Colocado entre la Cordillera Real y la Occidental, el “Nudo del Azuay”, como un enorme macizo de montañas semejante a una inmensa araña, divide la Sierra ecuatoriana en dos subregiones orográfica y geológicamente diferentes. En la zona meridional, de volcanismo antiguo, la erosión ha arrasado los materiales volcánicos modernos y han quedado al descubierto los terrenos primitivos. En el “Llano de Pullal”, que así se llama el de Azuay, y sobre un suelo pantanoso, se sorprendió Humboldt al encontrar magníficos restos del camino construido por los Incas.

Es una calzada de grandes piedras talladas –escribe Humboldt (1878: 352)- que puede compararse a las más hermosas vías de los Romanos que tengo vistas en Italia, Francia y España […] Bajando del Páramo de Azuay hacia el Sud, por entre las Haciendas de Turcha y Burgay, se halla otro monumento de la antigua arquitectura peruana, titulado Ingapilca o fortaleza del Cañar, si es que debe decirse fortaleza una colina que acaba en plataforma y es menos notable por su magnitud que por su estado perfecto de conservación.

En la época de Humboldt era visible un muro de gruesas piedras talladas, que alcanzaba una altura de 5 a 6 metros, formando un óvalo regular, cuyo eje máximo tenía casi 38 metros de longitud. En el centro de este recinto se levantaba una casa de dos habitaciones, de aproximadamente 7 metros de altura, todo lo cual pertenecía a un sistema de fortificaciones que se prolongaba 250 metros.

Como en otros casos ya mencionados, Pedro Cieza de León (1984, I: 63) nos ofrece, en 1553, la referencia más antigua a los “aposentos y depósitos” de “Cañaribamba” y “Hatuncañari”. También en la “provincia grande de los cañares”, Hatuncañar, según la relación del cura beneficiado de Sant Francisco Pueleusi del Azogue (1582), “hay grandes y muy sumptuosos edificios y entre ellos una torre muy fuerte” (RHGAQ. 1992: I: 386). Una primera identificación de estos “aposentos y depósitos”, “sumptuosos edificios” y “torre muy fuerte”, con las ruinas conocidas actualmente como “Ingapirca” la hacen, en 1748, Jorge Juan y Antonio de Ulloa (1978, I: 629-631). Para los dos científicos españoles, las ruinas al Noreste del pueblo de Hatun-Cañar pertenecían a una fortaleza y palacio de los reyes Incas. Su entrada está frente a un pequeño río y en la parte opuesta termina la edificación en una pendiente del cerro, con una larga y alta muralla.

Una descripción más completa y detallada del sitio de “Ingapirca de Hatun-Cañar” es la que ofrece Charles-Marie de la Condamine. El plano por él realizado es uno de los más exactos y fue muy apreciado por Humboldt. Según el “Diario” del académico francés, el plano, la descripción y la vista publicó en las Memorias de la Academia de Berlín, en 1746 (La Condamine, 1986: 69). En medio de un terraplén artificial, de 20 toesas de largo por 8 toesas de ancho, se levanta una habitación cuadrada, con algunas hornacinas, que debió servir de atalaya para el puesto de guardia. El terraplén tiene la figura de un óvalo alargado y su eje principal está orientado del Este seis grados Sur, y hacia el Oeste cinco grados Norte. Todo el recinto está dividido en cuatro patios. El del lado oriental tiene la forma de un rectángulo (110 pies por 80) y parece haber estado rodeado de pequeñas habitaciones aisladas. El segundo patio, más pequeño, no presenta vestigios de edificios. El tercero más grande y de forma irregular no tiene sino las ruinas de una habitación cuadrada situada en un ángulo, por donde se ingresa. Parece que los muros que cierran estos tres patios son de construcción posterior, por lo que se puede suponer que estos edificios estuvieron fuera del recinto del Inca. Actualmente este sector se denomina “La Condamine”. No hay equivocación, sin embargo, sobre la antigüedad de los muros que cierran el cuarto patio, que se encuentra al Sur y al Occidente del terraplén ovalado; se puede creer que los edificios encerrados en sus contornos eran las habitaciones del Inca (Fresco, 1984: 15).

Contrasta la cabal descripción de La Condamine con la imaginada por el P. Juan de Velasco (1960…) para quien el “Palacio de “Hatun Cañar” era una construcción de gran fama en el Reino, donde competían el arte, los exquisitos mármoles y los grandes quicios de bronce de las soberbias puertas. Tal vez desusado para su época, Joaquín de Merisalde y Santisteban, en su “Relación Histórica, Política y Moral de la Ciudad de Cuenca: población y hermosura de su Provincia” (en: RHGAQ, 1994, II: 393-394), propone un carácter religioso para el monumento y critica la interpretación de los viajeros europeos de que las ruinas al Noreste del pueblo de Cañar pertenecían a una “fortaleza” de los reyes Incas. Según el ilustrado cuencano, los vestigios llamados “Ingapirca” (pared del Inca) habrían sido los restos de algún adoratorio destinado a los sacrificios que harían los pasajeros para impetrar la ayuda de sus dioses durante la travesía del páramo. Coincide con esta conjetura la posterior del historiador Federico González Suárez (1969, I: 820-821), para quien “Ingapirca” fue un edificio religioso, un adoratorio, lo que se comprobaría por la arquitectura en forma de elipse, prolijamente labrada y con los dos aposentos, cada uno de los cuales recibían la luz de Oriente y de Occidente.

La descripción de Alexander von Humboldt en su Vues des Cordillères, et monumens des peuples indigènes de l’Amérique es minuciosa y coincide, en gran parte, con la del geodésico francés La Condamine.

A una altura de 5 ó 6 metros hay un muro de gruesas piedras talladas –explica Humboldt (1878: 352-353)- formando un óvalo regular, cuyo eje máximo tiene casi 38 metros de longitud. El interior es un terraplén de hermosa vegetación cubierto, que por esto mismo aumenta el pintoresco efecto del paisaje. En el centro de este recinto se levanta una casa de dos solas habitaciones de 7 metros de altura aproximadamente, la cual casa y su particular recinto, pertenecen a un sistema de fortificaciones de que más adelante hablaremos, que se prolonga 250 metros. El corte de las piedras, como la disposición de puertas y nichos, y la completa analogía que existe entre este edificio y los de Cuzco, no permiten dudar del origen de tal monumento militar, que servía de alojamiento a los Incas cuando pasaban, de tiempo en tiempo, desde el Perú al Reino de Quito.

Consecuente con esta explicación, Humboldt considera que los otros edificios eran para albergar a los funcionarios y soldados de la guardia que acompañaban al príncipe en sus viajes.

Sobre el complejo “Ingapirca de Hatun Cañar” (3.160 m.snm.), hasta el momento, el estudio arqueológico más completo es el de Antonio Fresco: La Arqueología de Ingapirca (Ecuador). Costumbres funerarias, cerámica y otros materiales (1984), resultado de las investigaciones científicas en Ingapirca, llevadas a cabo en 1974-1975, por el Departamento de Antropología y Arqueología de América de la Universidad Complutense de Madrid, dirigidas por José Alcina Franch. Además de estudiar y restaurar “El Castillo” (plataforma elíptica y los dos aposentos), la Misión Científica Española excavó los conjuntos arquitectónicos “Pilaloma” y “La Condamine” y recolectó una gran cantidad de restos culturales. Entre tales restos se destacan la abundancia de fragmentos cerámicos y el elevado número de enterramientos, en especial, la tumba colectiva localizada en medio del patio central de Pilaloma. Una piedra semihundida, como estela o “huanca”, había sido colocada casi en el punto medio del patio y un círculo de piedras (cantos rodados) formaba una plataforma, bajo la cual se descubrió una “huaca” o enterramiento. En esta “Tumba I de Pilaloma” se descubrieron diez esqueletos de sexo masculino y uno de femenino, empacados parece en fardos funerarios y acompañados de un ajuar compuesto de objetos de cerámica, cobre, hueso y conchas. Se podría considerar que se trataba de la inhumación de una persona importante, acompañada de otras de rasgo inferior. En el ángulo Sureste de la plaza central y bajo un montón de piedras irregulares se encontró además la tumba de un individuo. Parece que se trata de un entierro secundario. Su único ajuar era un “tupo” de cobre. Por la posición de la tumba y ajuar del cadáver, se supone que se trata de una ofrenda sacrificial dedicatoria o de fundación. Aparte de la plaza y tumbas, Pilaloma incluye los cimientos de ocho estructuras habitacionales que rodean los cuatro lados de la explanada. En la parte superior de “Pilaloma” y al Este del conjunto habitacional se encontraron construcciones suplementarias (Pilaloma II) muy destruidas, ya que los materiales habían sido llevados al pueblo de Ingapirca para la construcción de una escuela. No obstante, los restos demostraron que el terreno de Pilaloma II estaba formado por terrazas escalonadas y que en sus cercanías se encontraban cinco “colcas” o pozos semisubterráneos de almacenaje: elemento frecuente en las construcciones incaicas. Parece, sin embargo, que Pilaloma II fue una construcción ceremonial de los indios cañaris durante la época incaica, al menos en su forma actual (Fresco, 1984: 63-68, 73-75; cfr. Almeida, 1997: 119).

El sector denominado “La Condamine” corresponde a una superficie plana que se extiende al Oriente del sector de “El Castillo”, con huellas de construcciones prehispánicas que fueron denominadas en el siglo XVIII por La Condamine “patios primero, segundo y tercero”. Estas construcciones están ordenadas a lo largo de un corredor central. Las habitaciones rectangulares más grandes pudieron haber sido utilizadas como viviendas colectivas. Bajo el complejo arquitectónico “La Condamine” aparecieron 27 inhumaciones individuales y dos en sus cercanías inmediatas. En general se hallaban por debajo de los muros incaicos. Por esta razón y por el tipo de ajuar se puede afirmar que corresponden a un período anterior al de las construcciones incaicas. Quizás estas sepulturas pertenecían a un cementerio cañari, localizado a la sombra de la supuesta “huaca” o “pacarina” de “El Castillo”. Las viviendas colectivas, identificadas en la arquitectura Inca como “kallankas”, podrían permitir la conjetura de que el sector “La Condamine” albergaba una “Acllahuasi” o casa de mujeres escogidas; tampoco se descarta el uso de estas construcciones como “tambo” o posada (Fresco, 1984: 75- 77; 111-113; Almeida, 1997: 118.)

El sector de la elipse, comúnmente conocido como “El Castillo” es una plataforma elevada, de forma ovalada, con 37 metros en su eje más largo, 12 metros de ancho y entre 3,5 y 4 metros de alto. La plataforma está rodeada de piedras uniformes de color verde, que muestran lo característico de su forma de talla: bloques paralelepípedos, con la cara exterior muy lisa, rectangular y ligeramente almohadillada. En su parte superior la plataforma elíptica alberga dos aposentos, denominados “Cuerpo de Guardia”, que miran respectivamente hacia el Oriente y Poniente, con una desviación de 9º hacia el Norte (Fresco, 1984: 68-69, 72-73; Almeida, 1997: 117). Esta posición sugiere un uso ceremonial relacionado con la observación a través de las puertas (pues carecen de ventanas) de las salidas y ocasos del Sol, en determinados días del año. Al respecto, es útil señalar que el cuarto oriental estaba más profusamente iluminado en el período alrededor del solsticio de diciembre, mientras que el occidental lo era en el otro solsticio (junio). Se podría suponer alguna importancia simbólica del resplandor solar, a condición de aceptar que en los aposentos mencionados se guardaban algunos objetos de culto, quizás en los nichos mencionados por La Condamine. También hay que tener en cuenta la posible existencia de un dispositivo colgado de las piedras cilíndricas salientes del muro en el cuarto occidental. Las investigaciones llevadas a cabo en Ingapirca (1987-1988) por Mariusz S. Ziólkowski y Robert M. Sadowski (1992: 45- 64) confirmaron la función astronómico-calendárica, relacionada con el movimiento del Sol, de los tres principales conjuntos arquitectónicos de Ingapirca (El Castillo, Pilaloma y La Condamine). No deberían descartarse investigaciones posteriores sobre la eventual importancia de las observaciones de la Luna y algunas estrellas, así como eventuales sondeos en los lugares de la posible ubicación de las “sukankas”: la loma Collca, al Oeste de Ingapirca, y la cumbre del cerro Cubilán, donde aparece una roca prominente.

Como asevera Humboldt (1878: 362-364), el “Inga-Chungana” (juego del Inca) no es una edificación sino “un ribazo al Norte de las ruinas del Cañar, de pendiente suave hacia la casa del Inca, y casi cortado a pico por la parte del valle de Gulan”. Pertenece, según tradiciones indígenas, a los jardines que rodeaban la fortaleza. Con excepción de multitud de senderos, ningún resto pudo encontrar el científico prusiano, que confirmara la existencia de los “jardines del Inca”. “Solo un pequeño monumento de piedra colocado al borde del precipicio, y sobre cuyo destino no están conformes los naturales, denuncia la residencia de los Incas en estos sitios, llámanle ‘juego del Inca’, y consiste en una simple masa de piedras”. Visto de lejos, el “Inga-Chungana” tiene la figura de un canapé, cuyo espaldar está adornado de una cadena de arabescos que han sido interpretados como serpientes enroscadas o quizás como un “kenko” o meandro de un pequeño canal. El recinto oval no ofrece asiento sino para una persona. Además de imaginar que el “Inga-Chungana” escondía un tesoro, ya en la época de Humboldt, le llamaban los criollos “el truco del Inga” e imaginaban que la depresión en forma de cadena de arabescos servía para hacer correr una bola como en el juego de billar (Humboldt, 2005: 215). Algunos indios viejos, “los anticuarios del país”, también aseguraban que en la cadena esculpida al borde del recinto hacían correr unas bolas para divertir al príncipe (Humboldt, 1878: 363-364). No han faltado algunos que suponen que frente al “asiento” existente había otro igual, de modo que dos “jugadores” podían intercambiar una bola (Bedoya Maruri, 1969: 178-181). “Las interpretaciones de este sitio son varias –concluye Almeida (1997: 120)- desde aquella que lo considera un baño, en razón de los pequeños canales que lo rodean, hasta la posibilidad de que sea un Intihuantana, o roca en la cual se ataba simbólicamente al Sol en los días del equinoccio. Una parte de esta estructura se ha desprendido de su lugar de origen y actualmente se encuentra en el barranco anexo, conocido como Intihuayco”.

Del Inga-Chungana –explica Humboldt (2005: 216)- uno desciende por pequeños senderos tallados en la roca (restos de los jardines) al valle de Gulán. Estos caminos ensombrecidos por cantidad de vegetación tupida llevan a una pequeña roca que se llama ‘Inti-guaicu’. Se trata de una gran masa de piedra arenisca de 2-3 toesas de alto, adornada de helechos y Pinguicula, en cuya parte alta se observan tres círculos concéntricos de color pardo, en cuyo centro se hallan los restos de una boca y dos ojos. No se puede negar que esta figura representa exactamente el Sol de la forma que lo representan en cualquier tiempo, todas las naciones en sus jeroglíficos. Al examinar el objeto de cerca he visto que los círculos son vetas de hierro pardo que engastan en forma circular un pedazo de piedra arenisca muy blanca. Así como los turcos ven por todo lado la imagen de la Luna y los cristianos las cruces, los peruanos descubrían en todo la imagen del Sol que llenaba permanentemente su imaginación.

Confirma esta interpretación popular Carlos Montúfar (en Humboldt, 2005: 313), quien añade en su “Diario” sobre la representación del Sol en “Inti-Guaicu”, donde

ay una piedra muy grande con dos obalos en el medio hechos por la naturaleza el uno solo blanco y el otro blanco con encarnado en el medio de este ay unas aberturas o agujeros que paresen ojos y naris á la idea de los Yndios. Este diesen era su adoratorio porque los creyan el Sol y Luna, la piedra esta en el medio de un pequeño bosque.

Esta “Quebrada del Sol” no es sino un acantilado que se extiende en dirección Noreste a Occidente y que cierra el espacio donde se encuentra el “Ingapirca de Hatun- Cañar“. Su mayor importancia arqueológica radica no en la “representación” del Sol sino en los restos allí descubiertos, particularmente la numerosa cerámica cañari (Cashaloma). Además de la pared rocosa en la que se advierte el ya mencionado bajo relieve circular, “Inti-Rumi” o “Piedra del Sol”, hay un peñasco que tiene la apariencia de un rostro humano al que se le conoce como la “Cara del Inca”. Adicionalmente se encuentran rocas de otras formas sugerentes (tortugas, etc.), todas ellas formadas por la erosión y la rala vegetación (Almeida, 1997: 120; Fresco, 1984: 17-23).

Según una evaluación confirmada por investigaciones arqueológicas, los “Monumentos de Hatun Cañar” presentan una extraña discrepancia entre los restos culturales menores (cerámica, objetos de hueso, cobre, concha, etc., excepto algunos fragmentos de cerámica claramente incaica, localizados en sectores particulares del sitio), que tienen características estrictamente locales (cultura cañari), frente a los rasgos aparentemente incaicos puros de la arquitectura. Esta discrepancia demostraría más de un período de ocupación. Sobre el significado y funciones de “Ingapirca de Hatun-Cañar”, todo parece indicar que “El Castillo” era un templo dedicado al culto solar (elipse con sus dos aposentos), con ciertas dependencias anexas (edificaciones del lado Sur). Las estructuras del sector “La Condamine” quizás corresponden al “tambo”. El conjunto “Pilaloma” probablemente fue un santuario y la residencia de algún personaje importante de estirpe cañari, donde se rendía culto a una “sacerdotisa”. Todo este conjunto, en su última etapa, fue tal vez construido durante el reinado de Huayna Cápac (1493-1525 d.C) y posiblemente incendiado por orden de Atahualpa (hacia 1530 d.C.) durante la guerra civil contra Huáscar (Fresco, 1984: 77).

La balsa del Río de Guayaquil

(Humboldt, 1816, II: 334; 2004: 372-373)

La balsa del Río de Guayaquil (Vues des Cordillères et monumens des peuples indigènes de l'Amérique, lámina LXIII)
HiN XI, 20 (2010) Zoomansicht

En La Relación Sámano-Xerez, cuyo manuscrito original se halla en la Biblioteca Nacional de Viena, se encuentra la referencia al viaje de exploración del piloto Bartolomé Ruys, en 1526, a lo largo de la costa del Pacífico, desde el río San Juan (frente a la costa colombiana) hasta “que estaban daquella parte de la linea quinocial tres grados y medio perdido el norte dalli” (Sámano-Xerez, 1967: 65). A su retorno hacia el Norte, cerca del cabo Galera, los españoles capturaron un navío aborigen, en el que viajaban hasta 20 hombres. Según La Relación Sámano-Xerez (1967: 66), este navío

tenya parecer de cavida de asta treinta toneles hera hecho por el plan e quilla de unas cañas tan gruesas como postes, ligadas con sogas de uno que dizen henequen que es como cañamo y los altos de otras cañas mas delgadas, ligadas con las dichas sogas, a do venian sus personas y la mercaduria en henxuto, porque lo baxo se bagnaba; traye sus masteles y antenas de muy fina madera y las velas de algodon del mismo talle, de manera que los nuestros navios y muy buena xarçia del dicho enequen que digo que es como cañamo e unas potalas por anclas a manera de muela de barvero.

La descripción citada, además de informar sobre la construcción de la nave y su tripulación, ofrece información valiosa sobre el cargamento; éste consistía en telas de varios colores y con labores que representaban aves pescados y plantas, joyas de plata y oro como coronas, vasos, collares, espejos guarnecidos de plata, piedras finas y entre ellas algunas esmeraldas, pesos chiquitos para pesar oro con sus balanzas parecidas a la “romana”, y otros objetos. Estas mercancías estaban para intercambiar “por unas conchas de pescado de que ellos hazen quentas coloradas como corales y blancas, que trayan casi el navio cargado dellas” (Sámano-Xerez, 1967: 66).

Según la documentación estudiada por María Rostworowski de Díez Canseco (1977: 97-140), estas balsas navegaron entre puertos tan distantes como Chincha (al Sur de Lima) y la costa frente a Portoviejo así como el litoral colombiano. El artículo más importante en el intercambio era el “mullo” o concha “Spondylus Sp.”, cuyo hábitat no se extiende más al Sur de la península de Santa Elena y, como emblema de la agricultura, era necesario en el culto andino relacionado con la fertilidad. El tráfico a larga distancia de la bivalva “Spondylus”, incluso hasta Mesoamérica, está patente en los elementos foráneos del intercambio que se encuentran en los sitios arqueológicos como turquesas, lapislázuli, sodalitas y, en especial, algunas insignias de la cosmología mesoamericana. El uso de la “Spondylus” en un rito propiciatorio de la lluvia aparece en Andinoamérica Ecuatorial desde la fase arqueológica Valdivia II correspondiente al 3500 a.C., mientras las evidencias de su empleo en México se hallan desde el 2000 a.C., lo que demostraría una precedencia ecuatorial en el uso ritual de la concha sagrada. En los frisos del templo dedicado al dios de la lluvia “Tlaloc”, en Teotihuacán (al Norte de la ciudad de México) aparece una clara asociación de la “Spondylus” con el “Strombus” (caracol marino) como elementos principales, los mismos que aparecen asociados en Chavín de Huantar, unos mil años antes (Marcos, 1986: 163-196; 207-229).

De entre los tripulantes del navío indígena, los españoles cautivaron a tres indios, a fin de convertirles en “lenguas” o intérpretes. Según la mencionada Relación:

parece que ellos eran de una tierra y pueblo que se dize calangane es gente en aquella tierra de mas calidad y manera que yndios porque ellos son de mejor gesto y color y muy entendidos y tienen una abla como aravigo y a lo que parece ellos (tienen) subgecion sobre los yndios que digo de tacamez y de la baya de san mateos […] y de todo lo otro de la costa en aquel pueblo de calangome donde ellos son hay cuatro pueblos juntos, todos de un señor que son el dicho calangome y tusco y çeracapez y çalango […] y es gente de mucha polezia segund lo que pareçe […] y hazen todas maneras de granjería (Sámano-Xerez, 1967: 67-68).

De lo anterior se desprende que, a principios del siglo XVI, existía un poderoso cacicazgo asentado en una franja costera, que se extendía desde Puerto Cayo (en la actual provincia ecuatoriana de Manabí) hasta los Cinco Cerros con dominio sobre toda la costa hacia el Norte, hasta el río Esmeraldas. Este señorío de Calangome [Çalangome] o Salango fue el núcleo de una “liga de mercaderes” y de artesanos, dedicada especialmente al trabajo y al comercio de la concha “Spondylus”, con otros productos, entre ellos el cobre. Como verdaderos “Argonautas del Pacífico Oriental”, los súbditos del señorío de Salango, con sus balsas, dominaban la navegación marítima y mantenían un importante santuario en la isla situada frente a aquellos pueblos (Moreno Yánez, 1988, 2: 110-113).

La primera representación gráfica de las balsas manteñas debemos a Girolamo Benzoni, platero milanés que pasó a Las Indias en 1541. Su obra: La Historia del Mondo Nvovo di M. Girolamo Benzoni Milanese fue publicada en Venecia en 1572. Después de largos recorridos por tierras centroamericanas, en 1547, Benzoni llegó a la costa de la provincia de Portoviejo y permaneció en el Reino de Quito hasta 1550, pues el 8 de mayo de ese año se embarcó en Guayaquil en una barcaza, decidido a volver a Panamá y desde allí a su patria.

Su enorme capacidad de observación crítica permitió a Benzoni no solo narrar y juzgar el comportamiento de los conquistadores y eclesiásticos españoles sino también describir algunas costumbres de los aborígenes. Éstas se refieren a Centroamérica y a los pueblos indígenas de la Costa del actual Ecuador. Entre las trece láminas que ilustran su obra y que tratan sobre culto, agricultura, artesanías y navegación, etc., tiene gran interés la titulada “Il modo di pescare, & nauigare nel mare di Mezogiorno” (1969: 164 v). A lo largo de toda la costa de este mar, explica Benzoni (1967: 56),

los indios son habilísimos pescadores; las barcas que emplean, tanto para pescar como para navegar, son a manera de armadija formada por tres, cinco, siete, nueve u once palos ligerísimos, y semejante a una mano, pues el palo de en medio es más largo que los demás. Estas embarcaciones las construyen, largas unas, cortas otras, llevando, según su amplitud y extensión, un mayor o menor número de velas y cuando ellas se detienen, los indios, para no bogar, arrojan al mar pan, fruta y otras cosas, haciendo sacrificio y rogando que sople buen viento, pues están cansados y no pueden remar.

Con seguridad, Benzoni no recorrió las tierras al Sur de Guayaquil, pero sí ascendió a la Sierra ecuatoriana y probablemente conoció en Quito al renombrado franciscano flamenco fray Jodoco Ricke. Se ha mencionado ya que el imponente paisaje de los Andes despertó el gozo estético de un humanista del Renacimiento.

Cuando yo partí de Guayaquil para ir a Quito –recuerda Benzoni (1967: 58-59)- pasé la Montaña de Chimbo [¿las estribaciones del Chimborazo?], que tiene una altura de más de cuarenta millas y está casi deshabitada. En esta ocasión, si no hubiese sido por un indio que me socorrió con un poco de agua, me hubiera muerto de sed por el camino; pero cuando hube alcanzado la cima me estuve largo rato mirando y remirando esos extraños y maravillosos lugares y me pareció divisar algo así como una visión de ensueño.

Antes de la descripción ilustrativa de Humboldt, debemos a Jorge Juan y Antonio de Ulloa (1748) la más detallada explicación de la “Balsa de Guayaquil”, a la que acompaña una lámina “dibujada con sus proporciones”. Según los marinos españoles, en su Relación Histórica del Viage a la América Meridional (1978, I: 262-266; lámina XI), la “balsa” es una madera blanquizca, fofa y muy ligera. Con esta madera forman la jangada o balsa, como se representa en la lámina XI, y sobre ella colocan un piso de tablas de cañas y lo cubren con un techo de dos aguas. En lugar de palo para la vela, la arbolan con una cabria de dos mangles; en las que tienen trinquete otra de la misma forma. Toda la unión de los palos se hace por medio de “bejucos”, con los cuales se amarran unos con otros y con los travesaños, que cruzan tan fuertemente que resisten a las marejadas incluso en las costas de Túmbez y Paita. Al palo más grueso de los que componen la balsa dejan que en largo sobresalga a los otros por la parte posterior, y contra éste atan uno por cada lado, por lo que todas las almadías se componen de un número impar de troncos. La carga que regularmente pueden soportar las grandes jangadas es de 400 a 500 quintales. Las balsas no solo navegan en el Río de Guayaquil sino también en la mar, por donde hacen su travesía hasta Paita. Según la variedad de su tamaño, unas se destinan a la pesca y otras sirven para el tráfico de mercancías en el Río. Algunas, primorosamente fabricadas, conducen a las familias a sus haciendas y casas de campo, con todas las comodidades que puede ofrecer una casa.

La mayor particularidad de esta embarcación es que navega y bordea cuando tiene viento contrario lo mismo que cualquiera de quilla. Logra ir segura en su rumbo con distinto artificio que el del timón, el que se reduce a unos tablones que llaman “guares”, los que se acomodan verticalmente en la parte posterior o popa y en la anterior o proa de la almadía, entre los palos principales de ella (Juan y Ulloa, 1978, I: 264). De todos modos, a pesar de muchos aspectos positivos, según los marinos españoles, las balsas no ofrecen seguridad a causa de fallas en su mantenimiento, pues los indios frecuentemente descuidan revisar el desgaste de los bejucos o no los cambian, de modo que durante la travesía se desarma la balsa, se pierde la carga y perecen los pasajeros (Juan y Ulloa, 1978, I: 263).

Durante su breve estadía en Guayaquil, a comienzos de 1803, Humboldt no desaprovechó la ocasión para dibujar la “Balsa del Río de Guayaquil”, que más tarde sirvió como esbozo para la elaboración de la hermosa “lámina 63” de las Vues des Cordillères et Monumens des Peuples indigènes de l’Amérique (1810). Durante su viaje por el río, hasta las Bodegas de Babahoyo, pudo admirar la exhuberancia de la vegetación tropical, las grandes bandadas de pájaros, patos y garzas, los temibles cocodrilos y las casas construidas sobre andamios, abiertas a los lados y cubiertas con hojas de “bijao”. “Nada más pintoresco que este Río de Guayaquil”, escribe en su “Diario” (Humboldt, 2005: 264). Al llegar a Babahoyo, observa: “Muchas tiendas y estancos en las Bodegas, todos sobre balsas. Allí se baila, se lucha, se cae al agua y se ahoga” (Humboldt, 2005: 264).

La lámina 63: “Radeau de la Rivière de Guayaquil” (Humboldt, 2005: 263), tiene un doble interés, según su autor: presentar un grupo de frutos de la zona equinoccial, y dar a conocer las almadías o balsas que, desde remotos tiempos, sirven en las costas del Mar del Sur y en la desembocadura del Río Guayaquil. La almadía, cargada de frutos, está dibujada en el momento en que ancla en la ribera. En la pro se distinguen los frutos de las ananas o piñas, las drupas piriformes del aguacate, los racimos de plátanos y pasifloras sombreadas por hojas de heliconias y cocoteros. Las almadías empleadas para la pesca y el transporte de mercancías tienen entre 16 y 25 metros de largo y están hechas de con ocho o nueve vigas de una madera muy ligera: la balsa.

Don Jorge Juan –escribe Humboldt (en Yudilevich, 2004: 136)- ha publicado observaciones muy curiosas acerca de las maniobras de estas embarcaciones que, pesadas en apariencia, se mueven muy bien impulsadas por el viento.

Todavía hasta la década de 1960 era posible ver estas balsas en los poblados de pescadores de la Costa ecuatoriana. En la actualidad han sido sustituidas por embarcaciones motorizadas. El recuerdo de la “Balsa del Río de Guayaquil” se ha refugiado en los museos, en el folklore al servicio del turismo y en algunas comunidades costaneras, amantes de la tradición (Estrada, 1988: 365-383). Se han reconstruido modelos aptos para largos viajes transoceánicos, como el del zoólogo noruego Thor Heyerdahl, cuya almadía “Kon Tiki”, construida con troncos de balsa procedentes de las selvas de la cuenca del Guayas y siguiendo los modelos de Jorge Juan y Antonio de Ulloa y, particularmente, de Humboldt, en 1947 cubrió la ruta desde el puerto de El Callao (Perú) hasta que se desarmó la balsa en una de las islas de Polinesia Oriental; el fin de esta expedición era comprobar la hipótesis de que el origen de la cultura polinesia estaba en la civilización andina (Heyerdahl, 1949). Mayor éxito tuvo la expedición del español Vital Alzar. Después de un primer fracaso, en 1966, con la “Balsa Pacífica”, la que se hundió cerca de la isla de Cocos, Alzar construyó otra embarcación llamada simplemente “La Balsa”, con la que, en 1970, navegó desde Guayaquil hacia Oceanía. Tras 160 días de navegación, “La Balsa” arribó en perfecto estado a Mooloolaba, en Australia, después de haber recorrido 13.800 kms (Alzar, 1977).

Breve reflexión final

Como aseveran Charles Minguet y Jean-Paul Duviols en su “Introducción” a Cuadros de la Naturaleza (1999), no se puede olvidar la fascinación exótica que despertó en Europa la obra científica de Humboldt, presentada bajo una fisonomía literaria y poética, la que se transformó en suscitadota de una escuela pictórica humboldtiana, con influjo en los paisajistas de las regiones tropicales de América. “Contemplar la naturaleza –escribe Humboldt en el “Prólogo” a la primera edición de “Cuadros de la Naturaleza”, 1808- poner en relieve la acción combinada de las fuerzas físicas, procurar al hombre sensible goces siempre nuevos por la pintura fiel de las regiones tropicales, éste es mi objeto”.

 

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